Cualquier acción, deliberada o inducida para producir intranquilidad en la población, constituye un grave atentado a la paz pública y merece la decidida repulsa de la ciudadanía sensata y amante de la coexistencia civilizada.
Las discusiones y contradicciones en el campo de la política partidaria, de la economía o de cualquier otro ámbito de la dinámica social no pueden derivar en una peligrosa ola de rumores y especulaciones.
Decimos esto a propósito de la tendencia de usar las redes sociales para esparcir mensajes que intranquilizan al contener versiones, generalmente falsas o sobredimensionadas sobre supuestos eventos trastornadores.
Un ejemplo de esto se observó esta semana cuando en diferentes sectores de la sociedad se generó un estado de gran tensión al recibir una avalancha de mensajes por las redes que alertaban sobre la inminencia de acciones desestabilizadoras.
Partiendo de un hecho concreto, en este caso el acuartelamiento de unidades elites y de inteligencia de la Policía y las Fuerzas Armadas, se pasó a especular sobre la posibilidad de que se realizan aprestos para emprender algún tipo de movimiento que alterara la paz pública.
En medio de esa situación, algunas universidades y centros de trabajo del comercio y la industria comenzaron a despachar a sus casas a los empleados, antes de la hora habitual de conclusión de labores cotidianas.
Pero lo más preocupante -aparte de trastorno que esto produjo al interrumpirse tareas productivas- es la intranquilidad en el ánimo público, que por suerte llegó a disiparte en poco tiempo cuando supuestos llamados apocalípticos se quedaron únicamente en la imaginación popular.
Nadie tiene derecho a generar esta desquiciante atmósfera de tensiones en una sociedad necesitada de unidad de objetivos hacia el interés general, lo que puede lograrse con una disensión racionalmente canalizada con la libertad y los fundamentos de la democracia y de sus instituciones.
Los ciudadanos tienen también que aprender a aplicar el buen sentido, tal como lo concebía el filósofo René Descartes, al definirlo como la capacidad de juzgar bien y saber diferenciar lo verdadero de lo falso.
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