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Batalla Electoral 2024

Porque el cólera llegó

Vergüenza ajena siento cuando veo y oigo a Salud Pública (antes Secretaría, ahora Ministerio), cual escuelita tradicional, decirle a la población que para evitar esta enfermedad bacteriana debe lavarse las manos  con agua y jabón antes de comer y después de hacer “pupú o cacá”;  clorinar el agua para tomar; y cocer, si no evitar, los vegetales crudos.

Sobre todo cuando apresura una publicidad efímera que solo hará cosquillas a los oídos de unos perceptores a quienes ella misma, con su silencio y su inacción, ha enseñado de manera sistemática, toda la vida, a transgredir las más elementales normas de higiene.

Nadie cambia de la noche a la mañana una actitud. Elemental en comunicación.

Se me han arrugado las yemas de los dedos de las manos y se me ha secado la garganta sugiriéndole a las autoridades de cada gobierno, desde 1988, que regulen la venta de alimentos y agua dizque potable y otras bebidas en las calles; pero también en muchos hoteles, restaurantes y sitios de diversión que funcionan a la libre aunque exhiban en sus paredes  registros sanitarios.

Problemas tan delicados no ha sido sin embargo prioridad de Salud Pública. Mucho menos de las alcaldías (antes ayuntamientos) de todo el territorio nacional, más acostumbradas al bulto politiquero con el dinero de los contribuyentes que a trabajar por la salud, la educación y el desarrollo integral de su gente.

No es fortuito que la morbi-mortalidad por enfermedades diarreicas agudas (EDA) en niños y niñas menores de cinco años, como en adultos, siga siendo aquí una vergüenza en el 2010.

En cualquier esquina se vende basura como alimento y líquido sanitario como bebida, sin la mínima supervisión de quienes cobran buen dinero del erario para que garanticen calidad de lo que consume a la población.

Nadie le ha asignado número a los puestos improvisados de expendio de comestibles. Menos a vendedores ambulantes que salen todas las mañanas en triciclos destartalados y sucios o en carretas tiradas por caballos leprosos; ni a quienes pululan debajo de cada semáforo vendiendo aguacates, guayabas, guineos, agua en fundita, mentas, gomas de mascar, agua en fundida…

Así que no sé si son 20 mil ó 30 mil, similar a los puntos de drogas contabilizados. Si sé que son muchos y que representan un gravísimo problema de salud pública, pese a la indiferencia cómplice de las autoridades nacionales, provinciales y municipales.

El lío serio viene cuando estalla un brote o una epidemia, como la de cólera que han instalado en Haití y ha comenzado a recorrer la isla (acusan a la misión nepalesa de la Minustah).

Se aterrorizan porque pone en juego el turismo que provee la mayor parte de los dólares a la economía; no porque la población podría desaparecer… Es cuando recuerdan que existen bacterias y virus; enfermedades infecto-contagiosas y transmisibles; enfermedades hídricas y alimentarias…

Y entonces, con el pánico a cuestas, surgen las “maravillosas” medidas represivas, distantes de la racionalidad que exige la realidad dominicana, donde el trabajador por cuenta propia suple la incapacidad de los gobiernos y los empresarios para satisfacer la demanda de empleos de la población económicamente activa. Brotan las “grandes” y “patrióticas” decisiones como eliminar los puestos de ventas de comestibles y “sellar” la frontera para controlar el cruceteo de haitianos.

Si se trata de una realidad, ¿cuánto pesa a la autoridad organizar y vigilar a los venduteros públicos, en especial a quienes ofertan comestibles y bebidas? ¿Y cuánto le cuesta entender que la presión sobre la frontera solo aumenta el peaje que imponen los delincuentes y desparrama a los haitianos por toda la franja, es decir, los desconcentra y los riega, poniendo en riesgo a todas las provincias fronterizas y, desde luego, al país? ¿O acaso no es más fácil controlar un brote que una epidemia?

He dicho hace mucho que cada uno de los vendedores, además de justificar su buena salud (sin tuberculosis, sin amebas, sin salmonellas, sin E-coli…), debe operar con un registro de Salud Pública que obligue a usar mandiles, gorros y guantes limpios a la hora de manipular alimentos con garantía de calidad. Y he sugerido que los puestos deben de ser descontaminados cada día y estar aislados de ratas, cucarachas, moscas y demás alimañas. De lo contrario, deben prohibirlos, independiente de conveniencias politiqueras.

Nadie ha hecho caso. Y el resultado todo el mundo lo conoce: los ratones, las cucarachas y las moscas; los virus, las bacterias y los parásitos… son inquilinos de lujo en la mayoría de los puestos improvisados y hasta en restaurantes con letreros grandes e iluminados. Ni hablar de los mercados.

No hay que ir lejos para saber por qué los gastroenterólogos y los neumólogos tienen tanto trabajo y ganan mucho dinero en este país.

Ahora, cuando veo y escucho por televisión y radio las clasecitas de las autoridades  de Salud Pública para evitar la expansión del cólera  –en el fondo un clamor desesperado por no perder el turismo y sus dólares–  pienso en que ellas, avergonzadas, solo quieren dejar constancia de su “mea culpa”. Porque, aunque esto se cura, siempre fue y será más barato y menos traumático, prevenirlo. Una responsabilidad de todos. Pero más de esa institución.

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