Existe una tendencia muy arraigada en la prensa de nuestros días a confundir los límites de la actividad literaria de las fronteras del periodismo. Es cierto que las páginas de un periódico o de una revista, y los espacios de radio y televisión, son excelentes vehículos de promoción de los géneros literarios. Más lo es aún el hecho de que todo buen periodismo, aquí o en cualquier parte, ha debido nutrirse de la más auténtica literatura y, por supuesto, de los más genuinos representantes de sus géneros. Pero el periodismo en fondo y esencia es muy distinto de la literatura. Todo intento de hacer literatura a través del periodismo termina en el fracaso y no logra siquiera construir buenas lecturas periodísticas.
El pensador y académico norteamericano John McPhee nos ha dicho: “Las cosas que son vulgares y chillonas en la novela funcionan maravillosamente en el periodismo porque son ciertas. Por eso hay que tener cuidado de no compendiarlas, porque se trata del poder fundamental que uno tiene en sus manos. Hay que disponerlo y presentarlo. Hay en ello mucho de habilidad artística. Pero no se debe inventar”.
No debemos confundir la calidad que una buena escritura le confiere al periodismo como un nuevo género literario. El verdadero e inapreciable aporte de la literatura a la práctica del periodismo y al mejoramiento de lo que éste ofrece al público, consiste básicamente en hacer de la oferta periodística un producto con credibilidad, atractivo y de buen gusto. Se olvida frecuentemente que el periodismo es no sólo una fuente de entretenimiento, sino más bien de información y orientación, y, por ende, de educación. Por esa razón, la literatura ejerce en él una influencia positiva. Como en los diversos géneros literarios, los diarios y revistas deben de estar bien escritos porque, entre muchas otras razones, son de más fácil acceso al gran público.