REDACCIÓN INTERNACIONAL.- «Vladímir Putin está endemoniado. Sólo eso puede explicar las matanzas de Mariúpol y el resto de Ucrania», dice el religioso ucraniano Vasyl Kovbasynskyi quien afirma haber realizado un millar de exorcismos en sus 81 años de vida, una larga trayectoria marcada por los acontecimientos del turbulento país, y en todo este tiempo dice no haber encontrado ningún caso más claro de posesión maligna.
Nacido en 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, padeció las hambrunas que diezmaron a la población ucraniana, fue testigo de las deportaciones estalinistas y de la represión soviética, ofició como párroco en las afueras de Chernóbil tras la explosión que expuso parte de Europa a la nube radioactiva y ahora tranquiliza a su comunidad de Trebukhiv, 40 kilómetros al este de Kiev, para sobrellevar la invasión que se abate sobre Ucrania.
«Serafín de Sarov [uno de los monjes venerados por la Iglesia Ortodoxa Ucraniana] ya predijo que, después del año 2000, los espíritus del mal se apoderarían de las personas porque hemos perdido la pureza. A Putin le ha poseído el demonio, si no, ¿cómo podría asesinar de esta forma?»
Oficia la misa en la Iglesia de la Protección de la Madre de Dios, construida en 1913 en su ciudad natal. Kovbasynskyi ha notado cómo ha caído el número de fieles cada domingo. «Antes la iglesia estaba llena, ahora no vienen más de 250 feligreses porque muchos residentes se han marchado a países como Chequia, Italia o Polonia huyendo de la guerra. Otros tienen demasiado miedo», prosigue el religioso. Según medios ucranianos, al menos 59 lugares de culto han sido dañados por ataques rusos en ocho regiones del país. «Los que siguen acudiendo a misa también son soldados, son soldados de Dios», aduce.
Para él, la contienda es un castigo divino. «Dios nos castiga porque nos ama, para que seamos mejores. Todo lo que pasa es obra suya, porque no se cae ni un cabello sin que él lo quiera». Sus designios explican que desde niño y durante toda su juventud fuera perseguido a causa de su fe ortodoxa por el régimen soviético que criminalizaba la religión, que prohibía tomar la comunión o acudir a una iglesia.
También que solicitara en 1986 la plaza más peligrosa de toda Ucrania, la parroquia de Liubymivka, a 28 kilómetros de la central, justo cuando el humeante reactor número 4 cernía sobre toda la región un largo invierno nuclear. «Cuando llegué, justo después de la explosión, en el pueblo sólo quedaban 150 ancianos. Los jóvenes habían muerto, se habían ido o estaban enfermos tras trabajar como liquidadores. Como nadie se atrevía a vivir allí, me encargué de las parroquias de otros 12 pueblos de la zona», recuerda el religioso en su domicilio de Trebukhiv.
En los ocho años que estuvo en Chernóbil llegó a enterrar a más de 500 personas que murieron de cáncer debido a la radiación
«Creo que enterré a más de 500 personas durante los ocho años que estuve a cargo allí. Casi todos murieron de cáncer. Casi cada día se conocía una nueva muerte por la radiación, o un nuevo caso de tumor, o un vecino que de pronto quedaba paralizado… En especial, la radiación se cebaba con los liquidadores«, explica en referencia a los hombres que apagaron el incendio de la central, pagando con sus vidas.
El padre Vasyl recuerda haberse «alimentado, como aquí, de lo que nos daba la tierra; solíamos comer champiñones». También tuvo problemas médicos cuando, en 1994, aún en Chernóbil, cayó inconsciente y le detectaron nódulos en la garganta. «Escuché una voz que salía del icono de la Virgen, que me decía que tendría buena salud hasta el siguiente siglo. Y aquí me tiene. Hasta el 2000 no tuve que volver a un hospital».
Kovbasynskyi dice estar marcado por la suerte, que él considera una bendición divina. «El mismo día en que nací, una bomba alemana cayó cerca de esta misma casa. Mis padres me contaban que nos alcanzó la onda expansiva pero los tres salimos indemnes. Días después, otra bomba nazi cayó sobre esta misma casa, en aquel dormitorio, y no explotó», relata enarcando las cejas, como si esperara una explicación lógica que sabe que no va a llegar.
Su padre, recluta, murió en la Gran Guerra luchando contra los nazis. Antes, le había instalado a su madre un apiario que les permitió vivir de la miel y, lo que es más importante, no morir de inanición durante la hambruna de 1946 y 1947. «Fue un periodo horrible. Recuerdo a los vecinos morir de hambre ante nuestros ojos. Muchos, desesperados, buscaban comida y terminaban robando. O morían de hambre, o morían apaleados por las personas a las que intentaban hurtar comida».
Su fe hizo que fuera perseguido desde niño por el régimen soviético, que criminalizaba la religión y prohibía acudir a una iglesia.
El régimen soviético se alargó década tras década, haciendo interminables las vidas de fieles que, como Kovbasynskyi, debían esconder su fe. «A mí me privaron de la medalla de oro por ser ortodoxa, pese a que siempre sacaba sobresaliente en todo», explica su hija Anna. «El problema es que Putin quiere resucitar la URSS, y nosotros no queremos que vuelva la Unión Soviética. Somos una democracia. ¿Cómo podemos querer a un país que está masacrando a nuestro pueblo?», añade la mujer.
En la Iglesia de la Protección de la Madre de Dios, el pasado domingo dos centenares de feligreses rezaban por la victoria de Ucrania. «La fe nos ayuda a soportar la guerra», explicaba el padre Mijail, otro de los religiosos, al término del oficio. «Los fieles nos dicen que es muy difícil creer lo que nos está ocurriendo.
La última que padecimos fue la Segunda Guerra Mundial, es inimaginable lo que está pasando. Yo les pido que se encomienden a Dios, porque rezar es lo único que nos ayuda a sobrellevar la situación». El templo ha tenido la suerte de no oficiar funerales durante el último mes «porque aún no ha habido bajas entre nuestros vecinos» y se limitan a bendecir a los hombres que acuden al frente.
«Rezamos cada día por cada hombre de nuestro ejército», explica Mijail. A su lado, Ludmila enciende una vela y se encomienda en silencio. «Siento mucho dolor y mucho miedo, porque mi hijo está en el frente. Nunca se me habría pasado por la cabeza que Rusia, un país vecino, nos podría hacer algo así. Nunca se me habría ocurrido que hubiera gente tan mala como para asesinar a niños, usar civiles como escudos humanos y romper cada una de las reglas de la guerra», explica la mujer.
«Sólo la fe nos ayuda a vivir. Gracias a Dios, aún no ha habido acciones militares en nuestra zona pero tememos que cualquier día las bombas comiencen a caer sobre nuestras cabezas».
El sacerdote se muestra molesto cuando se menciona al Patriarca de la Iglesia Ortodoxa Rusa Kirill, de quien dependía la ucraniana hasta que se independizó del Patriarcado de Moscú hace tres años, y firme partidario del presidente Putin.
«No queremos saber nada más de él. No nos representa», dice tajante. «Tampoco creo que sea el único al que haya que culpar de la complicidad de la Iglesia rusa con Putin. Tiene influencia, pero no está solo». El mutismo de la población rusa, que ya no vive bajo la dictadura soviética aunque sí bajo un sistema policial atroz, tiene una sola explicación para el religioso.
«Los rusos están cegados por sus políticos. Nos llaman nazis, cuando fuimos víctimas de los nazis. No quieren entender lo que está ocurriendo aquí».