A propósito de la sentencia del Tribunal Constitucional, me he preguntado qué significa ser dominicano y qué valores, humanos y morales, implica serlo. ¿Se es porque se aman los colores de la bandera, que las instituciones públicas irrespetan usando indistintamente dos colores azules en ella? ¿O porque se vibra al entonar las notas de su épico canto nacional? ¿Qué puede alentar un profundo sentimiento de arraigo en la tierra en que se nace? ¿La tradición? ¿Cuál es la nuestra? ¿Los recuerdos de infancia, la universidad, la familia?
Independientemente del efecto de pertenencia que en todo ser humano genera la vida familiar y los vínculos con la sociedad en que se mueve y trata, es claro que el patriotismo conlleva otros sentimientos más profundos y duraderos, que sobreviven a la muerte y al desarraigo. Me refiero a los valores por los que vale la pena luchar y que hacen grande a una nación, no sólo por la forma en que su gente muere para defender sus derechos y los de los demás, sino por la manera en que allí se vive. La heroicidad en el patriotismo nacional consiste en la dignidad de morir por la patria y al hacerlo, muchas veces perdimos a aquellos que ofrecían la posibilidad de un cambio a favor de la vida.
En medio de todos esos gritos de “muerte a los traidores” me pregunto si tiene sentido ser dominicano si ello conllevara la renuncia a los valores que a lo largo de nuestra dolorosa historia republicana millones de personas han legado a la generación a la que pertenezco para enseñarnos a vivir en libertad, con respeto al derecho ajeno y en sana convivencia con nuestros vecinos. El verdadero patriotismo, del que saldrá el futuro que esta nación merece, es aquel fundamentado en la solidaridad con los demás, no en el odio de un nacionalismo a ultranza.
Al final, como dijera Ilya Ehrenburg la patria no es sólo donde se está bien “es también allí donde se está mal”.
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