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¿Qué ha cambiado?

Cuando los jueces prefieren la aceptación social y el aplauso antes que la aplicación razonada del derecho, el deber de motivación -demostración dialéctica y jurídica en que se apoya la decisión adoptada- pasa a ser obstáculo.

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Una tarde del siglo XVI, época en la que repicaban las campanas de las iglesias varias veces durante el día, sonó súbitamente y en tono luctuoso una que colgaba en lo alto de cierta aldea cerca de Florencia. De inmediato, los habitantes abandonaron sus quehaceres y se reunieron en el atrio para enterarse quién había perecido, mas tamaña fue la sorpresa de todos cuando minutos más tarde repararon en que quien había hecho sonar el inerte bronce no fue el campanero, sino un campesino.

Ante la curiosidad de los aldeanos, el campesino se dirigió a ellos diciéndoles: “No es ninguno de los nuestros que ha muerto, sino la justicia”. Su lamento se remontaba a los días en que un rico terrateniente empezó a extender los límites de sus dominios hasta internarse en los de la pequeña parcela del campesino, cuyas quejas resultaron estériles, viéndose entonces en la imperiosa necesidad de denunciar ante la justicia la violación de su derecho de propiedad. Pero lejos de remediarse el ilegal despojo, los jueces lo legitimaron, por lo que al tocar la campana lo animó la idea de que el brazo popular fuese en su auxilio.

El 6 de febrero del 2002, durante una conferencia pronunciada en la ceremonia de clausura del Foro Mundial Social en Porto Alegre, Brasil, José Saramago contó este hecho con la genialidad de su elegante prosa, concluyéndolo así: “Nunca más ha vuelto a oírse aquel fúnebre sonido en la aldea de Florencia, pero la justicia siguió y sigue muriendo todos los días. Ahora mismo, en este instante en que les hablo, lejos o aquí al lado, a la puerta de nuestra casa, alguien la está matando”.

El autor de la novela El Evangelio según Jesucristo tenía razón. La justicia se transforma en caricatura de sí misma cada vez que factores exógenos deciden por ella. ¿Qué podemos hacer? Saramago responde: “Lo primero es perder la paciencia y manifestarlo en cualquier circunstancia… ya hemos hablado demasiado; es hora de aullar. Si no queremos ser los corderos que ni siquiera pueden balar, si seguimos dejando que nos lleven, si incluso sabemos que nos llevan y no hacemos nada para contrariar a quien nos lleva, entonces se puede decir que merecemos lo que tenemos”.

¿Podemos hacerlo? No lo sé; percibo que la amnesia se ha instalado entre nosotros. Hemos llegado a creer que la justicia es “independiente” a partir de las solicitudes de medidas de coerción contra allegados y ex-funcionarios del pasado gobierno, pero resulta que la aguja de todas esas decisiones cautelares -que ni siquiera prejuzgan la responsabilidad penal de los imputados- está imantada por una inflamada presión política y mediática. Es el lawfare, no consecuencia de una exégesis normativa racional.

Sirva de ejemplo una reciente resolución de la jueza Yanibet Rivas, que sin el más mínimo esfuerzo argumental, dejó al desnudo su depauperado concepto de la responsabilidad que pesa sobre ella por la delicada función estatal que desempeña. Fulminó el conocimiento de la revisión de la coerción de un imputado a través de un modelo estereotipado de resolución desprovisto de la más mínima fundamentación. Tan asombrosa fue la quiebra de la lógica, que pretendió avalarla en el evangelio de su antojadiza voluntad.

Cuando los jueces prefieren la aceptación social y el aplauso antes que la aplicación razonada del derecho, el deber de motivación -demostración dialéctica y jurídica en que se apoya la decisión adoptada- pasa a ser obstáculo. De ahí que ciertos jueces aficionados a la arbitrariedad se circunscriban a afirmar, a declarar, en fin, a tirar los dados en lugar de exponer el fundamento de lo que resuelven. Creyéndose deidades colocadas al abrigo de cualquier consecuencia, se alejan a millas náuticas de la exigencia sustantiva de motivación de las decisiones judiciales.

Comportamientos irresponsables como este de la jueza Yanibet Rivas es que podemos asegurar, parafraseando a Saramago, que están matando a la justicia dominicana. Y dado que el Premio Nobel de Literatura aconsejó “perder la paciencia y aullar”, salvo que no pretendamos ser corderos, dejo constancia en este artículo del lastimero papel que la mencionada jueza jugó en el caso que me mueve a escribir. Es entendible que el encierro cautelar como respuesta balsámica inmediata sea el padrenuestro del Ministerio Público, pero el culto que judicialmente se le rinde a su estirada animosidad es lo que nos ha conducido a este escenario, tan absurdo como paradojal, que prioriza el morbo y la presión mediática sobre el Estado de Derecho.

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