Las dictaduras y los gobiernos autoritarios son más fáciles de sostener que una democracia auténtica. Sólo necesitan valerse de la fuerza y de la intimidación para mantenerse y luego el miedo los hace una costumbre. Esa ha sido la historia siempre. La hemos vivido una y otra vez en esta nación, en la que sus fundadores, los que se entregaron a la causa de la redención del pueblo dominicano, terminaron en el cadalso o murieron en medio de una pobreza atroz en el exilio, olvidados de aquellos que habían contraído con ellos una deuda de gratitud impagable.
La democracia, en cambio, requiere de una construcción basada en la tolerancia y la paciencia. No se edifica de un tirón como las dictaduras. Es una cultura. Los gobernantes democráticos están obligados por las constituciones y las leyes y están moral y legalmente forzados a respetarlas y hacerlas cumplir, por encima de sus simpatías y compromisos personales o de logias.
La dictadura y el autoritarismo son monolíticos. Tienen una sola finalidad y se alcanzan por el sometimiento. La democracia exige comprensión y en ella los gobiernos están sometidos a la autoridad del pueblo, al que deben servir. En la dictadura la fuerza se ejerce para doblegar voluntades y erigir fortunas ilícitas y famas tan frágiles como efímeras. En la democracia el legado es moral y permanente. No se mide en función de obras materiales que casi siempre tienden a acelerar perversos e ilegítimos procesos de acumulación. Se la estima en la medida en que construye el futuro en un clima de respeto y convivencia.
La dictadura adquiere modalidades adaptables al tiempo y las circunstancias y suele ser engañosa vistiéndose con un ropaje de mentiras y simulación. La democracia es auténtica e indivisible. No se practica a medias. El gobernante autoritario acumula poderes para provecho propio. El demócrata trabaja para preservar los derechos de sus compatriotas.
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