El “hecho del pluralismo” (LINARES, S.) o el pluralismo – a secas – es una construcción teórica que sostiene que el valor de la democracia reside en la posibilidad de asegurar una situación de estabilidad en la que ningún grupo – de los diferentes grupos que componen la sociedad – llegue a dominar a los demás.
Según esta corriente, que se apoya plenamente en los principios de la democracia representativa, las mayorías delegan en los partidos políticos el ejercicio de las atribuciones propias del orden público, entretanto, las minorías, con menor participación, ejercen presión sobre los representantes, quienes responden, a la manera como lo hace el mercado, a las presiones ejercidas.
El fin perseguido por la teoría pluralista es el equilibrio político, un equilibrio que se traduce en que ningún sector o grupo monopolice el poder completamente o domine de manera indefinida a los demás, por lo que el valor de la democracia representativa se alcanza al excluir la presencia de “tiranías” institucionales.
Esto se ha proyectado de forma trascendental en el constitucionalismo actual pues es innegable que la integración en las leyes fundamentales de normas abiertas e interpretativas propende a que las constituciones no asuman “la tarea de establecer directamente un proyecto predeterminado de vida en común, sino la de realizar las condiciones de posibilidad de la misma”. Y es que la Constitución debe componer la “plataforma de partida que representa la garantía de legitimidad para cada uno de los sectores sociales” y que de un modo u otro, cada uno de estos grupos sociales logren influir en la orientación que asuma el Estado, “en el ámbito de las posibilidades ofrecidas por el compromiso constitucional” (ZAGREBELSKY, G.) , pues el constitucionalismo moderno abandona el dualismo Estado-sociedad, asumiendo tales conceptos como una unidad integrada, erigiéndose la Constitución como “el orden jurídico fundamental de la Comunidad” (HESSE, K; HABERLE, P.).
El concepto de dignidad humana y la filosofía del “espíritu abierto” popperiano, conducen a que la carta magna se encuentre abierta tanto hacia adelante como hacia atrás, dejando espacio suficiente para el desarrollo tanto del sentimiento constitucional presente como del histórico. Allí entra en consecuencia la labor de los interpretes auténticos del texto fundamental pero también implica aceptar la dimensión de proceso público que implica la interpretación o exégesis que, según lo propuesto, “revitalizan la propia ley fundamental” (PRIETO SANCHIS, L.).
La dimensión pluralista – y que Haberle refiere también como posibilista – de la Constitución se proyecta de forma directa en la interpretación constitucional, lo que incide en la concepción de la interpretación como acto de conocimiento, creación o elección, pues si bien el intérprete está vinculado al texto “…tiene también la carga de otro vinculo que proviene de los destinatarios del mensaje: debe ser comprensible, incluso convincente, lo que implica el deber de “tener en cuenta” el contexto cultural en el que tiene lugar la recepción”.
Este contexto socio-jurídico y constitucional – global y local – conduce directamente a justipreciar el rol de los jueces constitucionales en la sociedad pluralista, pues como bien ha explicado el Tribunal Constitucional Español “En un sistema de pluralismo político (art. 1 de la Constitución) la función del Tribunal Constitucional es fijar los límites dentro de los cuales pueden plantearse legítimamente las distintas opciones políticas, pues, en términos generales, resulta claro que la existencia de una sola opción es la negación del pluralismo.” (STC 4/1981)
El jurista norteamericano John Hart Ely en su “Democracy and Distrust” es quien probablemente ha hecho los esfuerzos teóricos más significativos para explicar la trascendencia de la justicia constitucional – específicamente de la revisión judicial – en la democracia pluralista, y en suma, ha fijado que a los jueces constitucionales corresponde convertirse en (a) árbitros (referees), y (b) “outsiders” del sistema electoral y de la representación política, justamente en aras de preservar y proteger el sistema y el proceso democrático, asegurando que todos los grupos de la sociedad puedan introducir sus demandas en la agenda política.
Un juez constitucional – y así lo evidencia y subyace en el propio debate Schmitt-Kelsen – nunca será ajeno a las cuestiones políticas, sin embargo, su mandato es y debe ser defender el texto constitucional, los derechos fundamentales, una forma democrática de gobernar y nunca una ideología política en particular.