No les falta razón a quienes con justificada indignación han reaccionado frente al horrendo asesinato de la menor Yaneisy Rodríguez, reclamando revisar el Código del Menor para aumentar las penas y establecer excepciones que permitan juzgar como adultos, en ciertos casos, a los adolescentes responsables de la comisión de determinados crímenes dependiendo de la magnitud y circunstancias agravantes de los mismos. Es un tema que arrastra mucho tiempo pendiente de abordaje.
Hoy la norma para establecer la frontera de edad entre la adolescencia y la adultez no puede establecerse con el mismo criterio que décadas atrás. El cambio de patrones de educación y conducta, el amplio y abierto acceso a los avanzados medios de comunicación y el mayor margen de temprana libertad de que gozan los adolescentes les concede un nivel prematuro de madurez para comprender y asumir la responsabilidad de sus actos.
Cuando en el relato periodístico del espantoso hecho criminal que costó la vida a la infortunada menor de apenas cuatro años, ultimada a golpes, se hace constar que uno de los responsables del hecho, con apenas 16 años ya cargaba una imputación por violación sexual pese a lo cual seguía disfrutando de libertad, no puede menos que sentirse ira y frustración ante la perspectiva de que la mayor pena que afrontaría ahora sería la de cinco años de prisión correccional, donde es muy de dudar que cambiara su torcida escala de valores y patrón de conducta.
Ahora bien. Reducir la edad a la que un adolescente pueda ser juzgado como adulto, tal como ya está ocurriendo en otros países, incluso los Estados Unidos, tan frecuentemente tomado como referente, atacaría solo un aspecto del problema. En este caso, sancionar la consecuencia pero dejando al garete y sin medidas de ataque las diversas causas que contribuyeron a dar origen a la misma.
Esas causas, en varias de sus diversas facetas las aborda y recrea este viernes, en su aleccionadora columna que bajo el título de “La tragedia”, se publica bajo la aguda pluma de la subdirectora del Diario Libre, Inés Aizpún, en la leída sección Antes del Meridiano, al advertir que el hecho que ha causado tanta conmoción pública, tiene una intrahistoria. Esta comienza cuando la madre que con su irresponsable proceder contribuyó a preparar el escenario de esta tragedia, tuvo su primer hijo a la prematura edad de 15 años.
No se trata de un hecho singular ni aislado. Es apenas un caso más integrante de la elevada tasa de natalidad de adolescentes en nuestro país que es de 90, casi el doble de la mundial que alcanza a 51, y asombrosamente muy superior inclusive a la de Haití situada en 65. Madres a destiempo impreparadas e incapaces para ejercer el exigente oficio de la maternidad responsable, del que a su vez posiblemente han resultado también víctimas.
Es una situación que da lugar a consecuencias que luego pueden contribuir a otras mucho mayores, como en este caso. Aizpún nos las recuerda…”deserción escolar, el rechazo de la familia, el matrimonio obligado´…la pobreza es la sentencia de vida esperable”.
Cabría agregar que muchas veces ese embarazo prematuro y temprana unión de pareja donde el hombre por lo general no tarda en desaparecer y desligarse de sus obligaciones de paternidad, es copia al carbón del origen y hogar del que procede la hembra, y vista, alentada y propiciada en no pocos casos como una solución para la estrechez económica en que desenvuelve su núcleo familiar, donde por lo general escasean los recursos y sobran bocas que alimentar.
Como bien apunta Aizpún se trata de un problema de salud pública, de educación, un drama económico, sociológico, que tiene ramificaciones también en los crímenes de violencia de género, en los derechos de la niñez, de la mujer. Y, que ciertamente, como agrega, debiera constituir tema de importancia en la agenda de propuestas de quienes aspiran a gobernar el país.
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