Desde hace tiempo, con envidiable consagración, el activismo proselitista ha venido secuestrando a la opinión pública, en una perfecta obra de arte. Como si se tratara de una labor de hormigas. Silenciosa pero eficazmente. De manera brutal e imperceptible. Con visibles resultados. La mayor parte de los espacios en los diarios y los programas de radio y televisión están reservados a los partidos. A reseñar o difundir cuanto sus dirigentes digan, tengan o no importancia. La banalidad se ha apoderado del debate, relegando la discusión de los grandes temas nacionales. La prensa, incluso, está perdiendo capacidad crítica, aceptando como verdades las versiones oficiales, libres ahora de cuestionamientos.
Los medios están llenos de activistas. Gente comprometida con un liderazgo, no con el periodismo. Los hechos analizados desde esas perspectivas llegan a la población contaminados por los prejuicios. Los asuntos vitales no se discuten en un plano de racionalidad, sino con estridencia. La vulgaridad en la radio es escandalosa. Las palabrotas y el irrespeto al público “¡Llévate a esa maldita!”, se dice a diario, como si se pidiera un vaso con agua. La obscenidad traza la pauta, es el nuevo camino al éxito. El paradigma de estos tiempos.
La razón ha perdido toda posibilidad de imponerse como norma. Dilucidar quién la tiene es una perfecta bobería, una idiotez. Lo importante es saber imponerse, cualquiera sea el procedimiento. Gente incapaz de entender la trascendencia de un serio, ecuánime y civilizado debate, deja el manejo de sus medios a prosaicos e inescrupulosos decididos a valerse de cierta capacidad para atraer atención sobre la base de obscenas expresiones. Gente con talento para la servidumbre, dispuesta a aceptar la humillante tarea del elogio desmesurado como parte de su quehacer cotidiano. Transitamos el peor de los caminos.