En la vida hay que sembrar semillas para que crezcan árboles para sombra, flores y frutales, que sirvan para alimentarnos. A veces sembramos con mucha pasión y esfuerzo, sin esperar nada a cambio, no vemos de inmediato el producto de nuestro trabajo, pero sentimos satisfacción y gozo al saber que futuras generaciones, lo disfrutarán.
Se cuenta que en un pueblo rodeado de montañas vivía un anciano al que la gente del lugar llamaba el Loco. La gente se reía al verlo pasar y se burlaba de él. El hombre iba humildemente vestido, sin posesiones, sin una casa propia, sin una esposa ni hijos; como diría mucha gente era un desdichado y como opinaban otros, era un inútil que no beneficiaba a la sociedad.
Pero este hombre viejo ocupaba su vida sembrando árboles en todos los lugares donde pudiera. Sembraba semillas de las cuales nunca vería ni las flores ni el fruto y nadie le pagaba por ello y tampoco se lo agradecían, nadie lo alentaba y por el contrario, era objeto de burla ante los demás. Sucedió que un día cabalgaba por esos rumbos el Rey de aquel lugar, rodeado de su escolta y observaba lo que sucedía verdaderamente en su reino.
Al pasar por aquel lugar y encontrarse al Loco le preguntó: ¿Qué haces, buen hombre? -Sembrando Señor, sembrando Respondió el anciano.
-Pero, ¿cómo es que siembras? Estás viejo y cansado, y seguramente no verás siquiera el árbol cuando crezca. ¿Para qué siembras entonces? Preguntó el Rey. -Señor, otros sembraron y he comido, es tiempo de que yo siembre para que otros coman.
El Rey quedó admirado con la sabiduría de aquel hombre y le dijo: Pero no verás los frutos, y aun sabiendo eso continuas sembrando… Por ello te regalaré una monedas de oro, por esa gran lección que me has dado. El Emperador llamó a uno de sus guardias para que trajese una pequeña bolsa con monedas de oro y las entregó al sembrador.
El anciano respondió: ¿Ve, Señor, como ya mi semilla ha dado fruto? Aún no la acabo de sembrar y ya me está dando frutos, y aún más, si alguna persona se volviera loca como yo y se dedicara solamente a sembrar sin esperar los frutos sería el más maravilloso de todos los frutos que yo hubiera obtenido, porque siempre esperamos algo a cambio de lo que hacemos, porque siempre queremos que se nos devuelva igual que lo que hacemos. Esto, desde luego, sólo cuando consideramos que hacemos bien, y olvidándonos de lo malo que hacemos.
El Rey lo miró asombrado y le dijo: ¡Cuánta sabiduría y cuánto amor hay en ti!, ojalá hubiera más como tú en este mundo. Con unos cuantos que hubiese, el mundo sería otro; mas nuestros ojos tapados con unos velos propios de la humanidad, nos impiden ver la grandeza de seres como tú. Ahora me retiraré porque, si sigo conversando contigo, terminaré por darte todos mis tesoros, aunque sé que los emplearías bien, tal vez mejor que yo. ¡Qué Dios te Bendiga!
Y terminado esto, partió el emperador junto con su séquito, y el anciano siguió sembrando y no se supo de su fin, no se supo si terminó muerto y olvidado por ahí en algún cerro, pero él había cumplido su labor.
Los seres humanos tenemos la tendencia de hacer las cosas esperando una recompensa, ver los frutos de nuestro trabajo, ser reconocidos. Pero existen muchas veces que, como el anciano al que llamaban Loco no veremos inmediatamente los resultados pero debemos seguir haciendo las cosas con la misma dedicación y el mismo amor que pondríamos a un trabajo que daría frutos inmediatamente.
Puede ser que nunca lo sepamos pero con nuestras acciones, nuestro ejemplo, nuestras palabras, podemos estar marcando la vida de las personas que nos rodean. Siempre hay gente observándonos y todo lo que hacemos repercute.
«Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís», (Colosenses 3:23).
Que nuestras acciones y palabras siempre sean las mejores, que siempre podamos sentirnos felices y en paz por las semillas que sembramos, aunque no veamos sus frutos ahora.