Redacción.-Desde pequeña, Natalia aprendió que debía ser la mejor. En la escuela, en el trabajo, en cada aspecto de su vida, la excelencia era su único camino. Se esforzaba más que nadie, sacrificaba su tiempo libre y sus relaciones personales para alcanzar estándares imposibles. Pero, con cada logro, la sensación de vacío aumentaba. La felicidad siempre parecía estar un paso más allá, inalcanzable.
Un día, su cuerpo dijo basta. El agotamiento la obligó a detenerse y, por primera vez, se permitió cuestionar la idea que había guiado su vida. ¿De qué servía tanto esfuerzo si nunca se sentía suficiente? Se dio cuenta de que la excelencia, cuando se convierte en una obsesión, deja de ser un motor para convertirse en una trampa.
Con el tiempo, Natalia aprendió a poner límites. Descubrió que ser buena en lo que hacía no significaba perderse en la autoexigencia. Aprendió que el descanso, la creatividad y el disfrute son tan importantes como el esfuerzo. Y en ese equilibrio, por fin encontró la satisfacción que la excelencia sola nunca pudo darle.
Vivimos en una sociedad que premia la excelencia. Desde la infancia, nos inculcan la idea de que solo los mejores logran el éxito, que hay que esforzarse más que los demás y nunca conformarse con lo ordinario. Sin embargo, este ideal de perfección tiene un lado oscuro que rara vez se menciona: la excelencia puede convertirse en una trampa que devora nuestra felicidad, nuestra salud y, en última instancia, nuestra identidad.
Cuando la excelencia se convierte en una meta incuestionable, el fracaso deja de ser una opción aceptable. Esto genera un miedo paralizante que impide asumir riesgos o explorar nuevas oportunidades. En lugar de aprender de los errores, muchas personas atrapadas en esta dinámica prefieren evitar cualquier situación en la que puedan no ser los mejores.
El deseo de ser excelentes puede hacernos olvidar la importancia de la espontaneidad y la creatividad. La obsesión por el rendimiento y la perfección lleva a muchas personas a centrarse solo en lo que saben hacer bien, evitando experimentar con lo desconocido. Con el tiempo, esto limita el crecimiento personal y profesional.
La búsqueda constante de la excelencia puede derivar en ansiedad, estrés crónico e incluso depresión. Ser excelente a menudo implica establecer expectativas elevadas, muchas veces inalcanzables. Quienes buscan la perfección pueden caer en la trampa del autosabotaje: si no logran sus propias metas extraordinarias, sienten que han fracasado.
Paradójicamente, muchas personas altamente competentes experimentan el síndrome del impostor. A pesar de sus logros, sienten que no son lo suficientemente buenos y temen ser descubiertos como “fraudes”. Esta sensación los impulsa a esforzarse aún más, entrando en un ciclo de autoexigencia interminable.
La excelencia suele ir acompañada de un alto nivel de compromiso. Sin embargo, la dedicación extrema puede derivar en agotamiento físico y mental. Las personas que buscan destacar constantemente pueden descuidar su bienestar, privándose de descanso y tiempo libre, lo que afecta su salud y su calidad de vida.
Cuando la excelencia se convierte en una obsesión, las relaciones personales pueden verse afectadas. La búsqueda del alto rendimiento puede hacer que una persona priorice el trabajo sobre sus vínculos familiares y sociales, generando aislamiento y desconexión emocional. Además, puede generar expectativas poco realistas en los demás, dificultando la colaboración y la empatía.
Las personas excelentes suelen tener una aversión extrema a la mediocridad. Sin embargo, esta percepción puede ser peligrosa, ya que no todo en la vida requiere un desempeño sobresaliente. Aceptar que no siempre se puede ser el mejor es clave para mantener un equilibrio saludable entre la ambición y el bienestar.
La clave no está en dejar de esforzarse, sino en encontrar un equilibrio saludable. Algunas estrategias incluyen:
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