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Sinvergüenzas

Se habla y se habla de corrupción y delincuencia, de sus posibles causas, consecuencias y soluciones. Pero nadita de nada. Los corruptos y delincuentes prosperan, andan por doquier; y entre ellos hay nada más y nada menos que agentes policiales, fiscales y jueces; precisamente los encargados de establecer el orden e impartir justicia.

La corrupción es una forma de delincuencia, claro está, pero por ella no hay presos en Najayo, ni en la Victoria, ni en Rafey, ni en ningún cuartel. La corrupción es delincuencia privilegiada en este país de infinitas violaciones. Ladrones con absoluta impunidad viven encumbrados.

Siempre hay un no a lugar. Eso quiere decir: no sucedió, o no hubo evidencias para investigar, caso cerrado sin culpabilidad. Al final, todo es peor, porque si la sospecha no se investigó ni condenó, el mandato superior es ¡qué siga la corrupción!

La delincuencia común es marrulla callejera, pero incluye el terror: desde arrancar una cartera hasta matar para robar una yipeta. Esto atemoriza la población mucho más que la corrupción porque es directa, está en juego la vida.

Ahora bien, estemos claros: ser pobre no conduce necesariamente a ser delincuente; ser un sinvergüenza pobre sí. Ser policía no conduce necesariamente a ser corrupto; ser un policía sinvergüenza sí. Ser político no conduce necesariamente a ser corrupto; ser un político sinvergüenza sí.

La población sinvergüenza ha crecido significativamente. En sociedades pasadas, los sinvergüenzas eran proporcionalmente menos porque se concentraban arriba, entre la gente de poder. El resto tenía que obedecer so pena de perecer. Los castigos hacia abajo eran severos en aquellas sociedades cerradas, autoritarias y oligárquicas.

Hoy en día, las sociedades son más abiertas y menos autoritarias. Hay más de lo bueno y de lo malo. Los mecanismos de control social son más débiles. El respeto a la autoridad tradicional declinó y se requiere mejor argumentación para persuadir.

Por ejemplo: ¿cómo convencer a jóvenes pobres que desistan de robar un celular o un motor? ¿Quién los va a convencer? ¿Los padres que no pueden proveer? ¿Los policías que dan el mal ejemplo al robar? ¿Cómo convencer un funcionario público de que no sea corrupto? ¿Quién lo va a persuadir? ¿Los políticos que se enriquecen a costa del pueblo? ¿Los jueces que se ponen una toga de disfraz carnavalesco?

No es de sorprender que los policías y guardias estén frecuentemente involucrados en actos dolosos. Con canana en manos, se sienten con mayor autoridad para ejercer la sinvergüencería. A un revólver le teme cualquiera. Por eso, aunque dupliquen o tripliquen sus sueldos, el problema no se resolverá. Primero habría que contratar un personal honesto y ponerlo a prueba. Un buen salario disuade pero no cura el mal de la corrupción ni la delincuencia.

Actualmente, los peores opacan a los mejores, aunque la mayoría de la población sea cumplidora, porque los peores andan sin control y han aumentado las filas. Las jerarquías políticas, económicas y religiosas, plagadas de malos ejemplos, han perdido su capacidad de persuadir para lograr mayor cohesión social. Se expandió la actitud del sálvese quien pueda, donde ganan generalmente los sinvergüenzas.

En muchas sociedades del presente, la mayoría de la población tiene más bienes materiales que antes, pero también han aumentado las expectativas de consumo. Las grandes brechas entre tener y querer son un caldo de cultivo para la corrupción y la delincuencia si no hay una ética que contenga las apetencias.

Combatir la sinvergüencería y promover la responsabilidad ciudadana es un gran reto social del momento. Si no, se impone la guerra de todos contra todos en medio de grandes desigualdades.

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