Todo Gobierno, por nuevo que sea, se ha de desenvolver dentro de la armadura preconcebida del Estado. Se llega y se encuentra un tinglado de elementos estructurales y un modus operandi del sistema institucional, económico y social, consignados constitucionalmente en leyes, reglamentos y normas que el gobierno debe cumplir. Son el terreno y las reglas de juego; es lo que podemos llamar el Sistema.
Por otro lado, se encuentra la necesidad del cambio. Las promesas de campaña, el programa y las metas establecidas constituyen un conjunto de objetivos que imprimen propósito al accionar del nuevo gobierno. Y, precisamente porque el gobierno está de estreno, es natural que la sociedad esté más pendiente de las dinámicas que promueven el cambio que de aquellas que reclaman un alineamiento con el sistema.
Aquí es donde a las autoridades les corresponde establecer el equilibrio entre el apego al sistema y la motorización del cambio. Si, con exceso de comedimiento, se siguen los trillos designados por las estructuras tradicionales del Estado, se corre el riesgo de decepcionar rápidamente a la población. Si, por el contrario, se cede con facilidad a un afán renovador que no deje santo sin remover de su altar, se estaría atentando contra la gobernabilidad y la estabilidad del sistema con todas las consecuencias que esto puede acarrear.
No obstante, el gobierno tiene metas y compromisos con la sociedad que ha de cumplir. Las expectativas se han cifrado altas. Los equipos gubernamentales están llamados a priorizar los objetivos de la gestión y a trazar un plan estratégico, un mapa, si se quiere, que permita organizar las acciones de manera que el gobierno pueda ejecutar su plan dentro de las estructuras que provee el Estado con transparencia, eficacia y eficiencia. Sería lo que podemos denominar, una transformación con equilibrio.
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