Sobre el indulto o perdón presidencial

            Los constituyentes que concibieron y acordaron la Constitución de Estados Unidos en 1787 se plantearon una cuestión fundamental que marcó, en gran medida, la manera cómo se abordaron los aspectos particulares del diseño constitucional. Esa cuestión fue cómo superar, por un lado, la configuración despótica del poder que los gobernó durante la era colonial, y, por el otro, las debilidades del esquema de gobierno que adoptaron los Estados luego de la Independencia de ese país en 1776, al cual llamaron “Los artículos de la Confederación y una Paz Perpetua”, que no contaba con un Poder Ejecutivo ni con mecanismos efectivos de integración y acción colectiva eficaz. En otras palabras, esos constituyentes se propusieron crear una nueva forma de gobierno que superara tanto la omnipotencia del gobierno imperial como la impotencia del gobierno postcolonial.

            El gran arquitecto de la Constitución de Estados Unidos fue James Madison, quien usó como guía la gran intuición del barón de Montesquieu, quien dijo que “para que no se pueda abusar del poder es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder”, con base a la cual Madison diseñó un sistema de gobierno con dos pilares fundamentales: por un lado, la división de poderes y, por el otro, los mecanismos de frenos y contrapesos que se convirtió en el elemento distintivo del constitucionalismo estadounidense. Este diseño institucional implicó no sólo la distribución del poder en diferentes ramas del gobierno, sino también la puesta en práctica de múltiples formas de controles recíprocos.

            Un aspecto del diseño instituciona que no incluyó un mecanismo de contrapeso fue la facultad que se le otorgó al presidente de Estados Unidos de “…conceder indultos y perdones por delitos contra Estados Unidos, excepto en caso de juicio político”. Le correspondió a Alexander Hamilton explicar y justificar la configuración de esta potestad presidencial, lo cual hizo en uno de los artículos que escribió en la prensa de Nueva York, al igual que lo hicieron Madison y en menor medida John Jay, en defensa de la Constitución previo a su ratificación por los Estados, el cual aparece en el número 74 de El federalista, el libro más importante y emblemático del constitucionalismo estadounidense.

Dos ideas orientaron el enfoque de Hamilton sobre esta materia: una, que el poder de indultar o perdonar debía recaer en una sola persona (el presidente), no en un órgano colegiado; y dos, que esa potestad presidencial debía ser plenamente discrecional, por lo que no debía someterse a la aprobación de ningún otro órgano, ni siquiera de una o ambas cámaras legislativas. Al respecto, Hamilton dice: “La humanidad y la buena política aconsejan de consuno que la generosa prerrogativa del indulto sea entorpecida y obstaculizada lo menos posible… Como el sentido de la responsabilidad es siempre más fuerte mientras menos se divide ésta, es fundado inferir que un solo hombre estará más dispuesto a prestar atención a los móviles que quizá aconsejen una mitigación del rigor de la ley y menos expuesto a ceder ante consideraciones dirigidas a amparar un delito merecedor de castigo. La reflexión de que el destino de un semejante depende de un solo fiat inspirará naturalmente escrupulosidad y cautela; el temor de ser acusado de debilidad o connivencia suscitará igual circunspección, aunque de otra índole”. A lo cual agrega: “Es indudable que un solo hombre prudente y de buen sentido se halla más capacitado, en circunstancias delicadas, para pesar las razones en pro y en contra de la remisión del castigo, que cualquier entidad numerosa”.

El ejercicio de esa potestad presidencial plenamente discrecional, reminiscencia del poder monárquico, ha dado lugar en Estados Unidos, en múltiples ocasiones, a fuertes críticas en la opinión pública por el perfil de las personas beneficiarias del indulto. Así ocurrió cuando el presidente Gerard Ford indultó a Richard Nixon por cualquier crimen que hubiese podido cometer en el escándalo de Watergate; cuando el presidente George H. W. Busch indultó a Caspar Weinberger y a otros que estuvieron envueltos en el caso Irán-Contra; cuando el presidente Bill Clinton perdonó al financista Marc Rich, a quien se le habían presentado sesenta y cinco cargos criminales; cuando el presidente Barack Obama le conmutó la pena a Chelsea Manning condenado por filtrar documentos confidenciales; o cuando el presidente Donald Trump perdonó a su consuegro Chales Kushner, condenado por dieciocho cargos criminales y  a quien ahora ha designado embajador en Francia.

El indulto que ha emitido el presidente Joe Biden a favor de su hijo Hunter tiene la particularidad de que, precisamente, se trata de su hijo, en cuyo proceso judicial se reconoce que no interfirió. No obstante, como padre seguro tomó en cuenta que su hijo aparece en una lista de personas a quienes algunos de los que pasarán a ocupar posiciones claves en el nuevo gobierno han señalado como objeto de persecución o retaliación. Sin duda, debió de ser una decisión extremadamente difícil no sólo porque favoreció a su propio hijo, sino porque le dará motivos al nuevo presidente Donald Trump y a su equipo para justificar los indultos que el presidente electo ha anunciado que hará a favor de las personas condenadas por el ataque al Capitolio que procuraban impedir la certificación del presidente y la vicepresidenta electos en las elecciones de 2020.

¿Afectará esa decisión el balance que haga la historia del gobierno de Biden, a quien seguro se le reconocerán grandes logros? Sin duda, para él pesó más la situación a la que estaría expuesto su hijo si no lo indultaba que lo que pudiese decirse en el presente o en el futuro sobre esta controversial decisión. Después de todo, Biden es un hombre que ha estado en la política durante algo más de cincuenta años, por lo que tiene tantas facetas y contribuciones de las que deben encargarse sus biógrafos que tal vez, quién sabe, este episodio sólo encuentre lugar en una nota al pie o en algún comentario marginal en la historia de un político y servidor público que abarcó las últimas tres décadas del siglo XX y el primer cuarto del siglo XXI.