El fantasma de la modificación constitucional que se creyó espantado con el discurso del presidente del 22 de julio pasado sigue manteniendo en vilo a nuestro país, como si no hubiesen sido suficientes los daños causados a nuestra economía cuyos efectos seguimos padeciendo, así como a toda la agenda nacional que se vio retrasada porque ministros clave del gobierno, senadores, diputados y otros funcionarios concentraron su atención en lograr ese objetivo.
Aunque intentan justificar esa nueva reforma en la supuesta necesidad de unificar las elecciones municipales con las presidenciales y congresuales, todos sabemos que el real trasfondo para la facción del presidente y sus aliados es abrirle la puerta a su deseo de seguir gobernando más allá de los dos mandatos continuos que prevé la Constitución que él promovió.
Ahora resulta que los mismos que alegaban que la democracia tenía un precio que había que pagar, y que bajo ese argumento hicieron hasta lo imposible para imponer unas primarias abiertas, simultáneas y obligatorias a pesar de las advertencias de la Junta Central Electoral (JCE) sobre su elevado costo de más de 5,600 millones de pesos, lo que afortunadamente no lograron, pretenden hacernos creer que su inquietud es el costo que tendrán dichas elecciones, el cual será de aproximadamente 4,000 millones, esto es menos que lo que hubieran costado las primarias que proponían.
De hecho, las primarias a ser celebradas para definir únicamente las candidaturas de dos partidos, PLD y PRM para el nivel presidencial y una parte del municipal y congresual, costarán más de 2,400 millones de pesos, un poco más de la mitad del costo de las elecciones municipales, pero a nadie le interesó modificar la ley de partidos para evitar dicho costo.
Algunos representantes de partidos minoritarios que han sido muy hábiles en negociar beneficios particulares creen que pueden engañar con la inclusión en su propuesta de reforma de puntos que gozan de aprobación y otros populistas para sumar adeptos, pero es evidente que lo que buscan es simplemente volver a servirse con la cuchara grande.
Otros líderes tanto del partido oficial como de la oposición se han sumado al coro para ponerse donde el capitán los vea, a ver si los ayuda a arribar a buen puerto, y algunos, lo hayan admitido públicamente o no, quieren esa reforma no porque les inquiete el costo de las municipales, o si el tiempo entre la definición de las candidaturas y la celebración de estas es suficiente, sino porque quieren más tiempo para depositar sus alianzas, lo que tendrían que hacer a mediados de noviembre, y le temen a que los resultados de las elecciones de febrero impacten los de mayo.
Nadie sensato puede pensar que con un calendario de preparación de las elecciones que inició hace meses y en medio de una precampaña que se anticipa se endurecerá cada vez más puede ser el momento apropiado para discutir y aprobar una reforma constitucional que abarque temas trascendentales, y mucho menos, que en medio de ese atropello se pretenda blindar la Constitución como se ha dicho, pues al final lo que tendríamos es una mala reforma que además sería difícil de revertir.
Cualquier modificación a la Constitución debe darse luego de pasadas las elecciones del 2020 y que se hayan instaurado las autoridades electas, las cuales con la legitimidad de sus nuevos mandatos deberán propiciar una consulta a todos los sectores para aprobar de manera serena y sensata las disposiciones más convenientes para la Nación, y no para imponer de manera atropellada las que complacen los intereses de unos cuantos. Solo entonces estaríamos en condiciones de, como dicen algunos, “poner un candado a nuestra Constitución” y alcanzar así su anhelada estabilidad y la indispensable seguridad jurídica.
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