Cuando comenzamos nuestro aprendizaje de matemática, lo primero que el profesor nos enseña es precisamente sumar, multiplicar, restar y dividir. Esta ciencia que tiene por objeto el estudio de la cantidad, se aplica en todas las actividades de la vida del hombre. Se le denomina ciencia exacta, porque dos más dos son cuatro y no cinco.
Pero llevando esta premisa en el orden de la política y los políticos, la matemática tiene una importante aplicación para definir patrones de comportamiento.
Un político que suma y multiplica, cuando llega al poder, se preocupa por el progreso de su pueblo, con un buen manejo de las cosas públicas. Es el hombre, que no piensa en sí mismo, sino en el bienestar de los demás. Es enemigo de la corrupción y si surge la combate hasta la última consecuencia caiga quien caiga. Además, defiende la institucionalidad, y no transige con lo ilegal que se haga tras bastidores, como suele ocurrir.
Pero el que resta y divide, es el que teniendo el poder, se olvida de sus promesas de reducir la pobreza y de beneficiar a las clases desposeídas. Aunque al principio aparente hacer las cosas bien, como una forma de ganar confianza, después se notan las medidas impopulares, dejando ver su propósito, que es el de satisfacer su ego y la voracidad de su entorno y allegados.
Si ordena algunas obras de importancia, por detrás están las canonjías, las comisiones y los malos manejos. Y se equivoca al creer que el pueblo se conforma con migajas, como ha ocurrido con otros gobiernos, olvidándose de los problemas básicos de la población, como salud, vivienda, transporte, educación, energía eléctrica, trabajo y alimentación. De inmediato concita el repudio de los gobernados, al quedar de manifiesto que sólo le interesa beneficiar a su grupo en el poder, en detrimento de la mayoría del pueblo.
Pero existe el político neutro, que lo único que le interesa es buscar los panes y los peces de los que están en el poder y beneficiarse a costa de de ellos. La mayoría no tiene bandería política. Y de esos estamos llenos.
Son como doña Candelaria, que iba a la iglesia San Miguel, y todos los días prendía dos velas, una grande y otra pequeña. El cura párroco curiosamente le preguntó a Candelaria el destino de la vela pequeña, ya que presumía que la grande era para San Miguel. Doña Candelaria le respondió que la chiquita era para el que pisaba San Miguel, por si las moscas. Muchos políticos son como Doña Candelaria, están con Dios y con el diablo, menos con el pueblo.
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