La relación de nuestros líderes políticos y sus partidos con su ente regulador, la Junta Central Electoral (JCE), históricamente ha sido fluctuante entre armonía y hostilidad, dependiendo del grado de confianza que se tenga en sus miembros y de si la misma los complace, beneficia, está representada por sus parciales o por el contrario; los regula efectivamente, toma decisiones que estos sientan los afecten aunque sea justificadamente o actúan de forma independiente.
Una de las principales quejas ciudadanas respecto a nuestro ordenamiento electoral ha sido siempre el prácticamente nulo control de la JCE de la excesiva duración de nuestras campañas y su altísimo costo, lo que nuestros partidos mayoritarios utilizaron de excusa para realizar la unificación de las elecciones presidenciales, congresuales y municipales en la modificación constitucional del año 2010, lo que significó un retroceso; pero al mismo tiempo le otorgaron a la JCE en el artículo 212 un mandato constitucional expreso para reglamentar los tiempos y límites en los gastos de campaña, así como el acceso equitativo a los medios de comunicación.
Actualmente una parte del partido oficial ha librado una tenaz batalla para tratar de imponer las primarias abiertas y simultáneas organizadas por la JCE como método único para la selección de los candidatos de los partidos a ser dispuesta en el proyecto de ley de partidos como forma de evadir enfrentar sus problemas internos, habiendo muchos expresado el temor de que involucrar a la JCE en estas tareas en adición al astronómico costo económico que tendría y la casi imposibilidad práctica de manejar en poco más de seis meses, tres o quizás cuatro procesos electorales, algunos muy complejos como las primarias; sería debilitar el ente electoral que podría desgastarse en las rebatiñas de procesos internos de los partidos que la desviarían de su responsabilidad fundamental de organizar y dirigir las elecciones.
Y justo en este momento la JCE decidió actuar en uso de sus facultades constitucionales ordenando suspender determinadas actividades proselitistas de ciudadanos o dirigentes de partidos con pretensiones de ser candidatos, a sabiendas de que no solo había iniciado extemporáneamente el proselitismo desde hacía tiempo sino que, la evidente pugna en el partido oficial entre la facción del presidente del gobierno y el del partido, soltaría las amarras para que se desplegaran intensas precampañas desde ambas facciones.
Aunque esta decisión ha contado con el apoyo de la mayoría de los partidos y de la sociedad hastiada de las eternas y dispendiosas campañas, la ríspida reacción de la facción del presidente del partido oficial que se ha sentido directamente afectado, pone en evidencia que habrá resistencia a toda regulación y que intentar solucionar los problemas internos en dicho partido o en cualquier otro trasladando los mismos a la JCE solo podría socavar su autoridad, pues demasiadas situaciones debe enfrentar esta para cumplir con su rol como ente regulador de partidos, lo que siempre generará disgustos y acciones judiciales; como para desgastarse y distraerse asumiendo más situaciones que provocarían conflictos.
Y si el debate jurídico surgido respecto de un mandato constitucional expreso otorgado a la JCE ha sido tan prolijo, habría que imaginar que las actuaciones en virtud de una ley de partidos podrían provocar aun mayores cuestionamientos.
Apoyemos a la JCE respaldándola en el cumplimiento de sus facultades, demandándole ejercerlas responsable y cabalmente utilizando los medios a su alcance, pero preservémosla del tira y hala de la selección de los candidatos de los partidos, lo que no resolvería las divisiones que ellos mismos no sean capaces de resolver y, peor aún, pondría en peligro su capacidad y autoridad de cara a los próximos torneos electorales.