ientras miraba el programa de Alicia Ortega sobre el Imperio de Diandino Peña, me sobrecogió la imagen del señor envejeciente que caminaba encorvado y en “Santa Paz”; ajeno talvez a la obscena fortuna que poseía. Según los papeles presentados en el programa, una considerable proporción de ése dinero enmarañado le correspondía. Solo que todo era una ilusión. En ése anciano indefenso lo que se fundía era una constante de la historia dominicana: el clientelismo y el rentismo. Ambas categorías nacieron con la fundación de la República. Son prácticas históricamente reiteradas. Pero mientras el ejercicio clientelar usa los recursos del Estado para obtener beneficios políticos, el rentismo se atiene a las características más resaltantes de la inversión capitalista, cuya naturaleza es la reproducción rápida de lo invertido. Rentismo y clientelismo son afines a todos los partidos políticos que han gobernado después de la muerte de Trujillo. El clientelismo propicia la inmovilidad social y almacena favores con fondos públicos (Margarita Cedeño con dos gruesas lágrimas, mientras entrega medicina comprada con dinero de todos a un niño con cáncer), que serán luego capital político. En el rentismo no hay idealismo posible porque es una transacción en la que un empresario invierte en un candidato con probabilidades de triunfo, para luego obtener contratos y otros privilegios de carácter comercial (Diandino invirtiendo en el triunfo de Leonel, José Ramón Peralta invirtiendo en Danilo). Muchas de las fortunas tradicionales dominicanas florecieron al amparo del poder tutelar de una figura política, cuya financiación esos capitales apoyaron. Santana era él y sus compadres finqueros, Báez no se puede desligar de la industria maderera, Jiménez se expandía favoreciendo a sus amigos comerciantes, y a los gobiernos de Ulises Heureaux se vinculan ilustres prosapias del parnaso empresarial (incluso los Vicini, que en el “Epistolario de Lilís” aparecen muchas veces como “salvadores” del sátrapa).
El rentismo y el clientelismo son formas de corrupción, una constante histórica; pero lo que estamos viviendo a partir de los gobiernos del PLD es el fenómeno de la hipercorrupción. La hipercorrupción se evidencia en los montos de la acumulación originaria, en los niveles de reinversión del capital proveniente del saqueo del erario, y en el control de todo el aparato institucional de un país. El trujillismo, por ejemplo, era un gobierno caracterizado por la hipercorrupción. Como modelo, la hipercorrupción puede hacer brotar fortunas insólitas en sociedades que tienen un PIB muy modesto, dejando boquiabiertos al mundo. Es una maquinaria indolente de exacción del Estado. Se trata de un salto cualitativo de la concepción patrimonial del Estado, y para que opere es necesario, además, transformar la naturaleza política de un partido en el poder, y convertirla en ariete económico. Únicamente la expoliación del Estado sin ningún miramiento puede conducir a la formación de fortunas tan exageradas en poco tiempo. Y es imprescindible para ello, también, por el altísimo volumen de capital acumulado, que el aparato institucional sea cómplice.
La hipercorrupción requiere del testaferro. Trujillo tuvo muchos, que incluso se reciclaron y lograron seguir con la fortuna que representaban. Una lectura cuidadosa del expediente de la Procuraduría General de la República contra el senador Félix Bautista, hace mención en por lo menos cuarenta veces de la figura del testaferro. El testaferro viene a ser un significante fundamental de todo el entramado de corrupción erigido. El testaferro alquila o empeña su identidad, presta su nombre y sustituye al mandante. En términos simple, el testaferro encubre al corrupto y facilita evadir el delito. Dado el hecho de que la hipercorrupción genera fortunas descomunales que no pueden ser justificadas, el testaferrato brota de manera natural. Como fenómeno, en cualquier sociedad que se presenta la hipercorrupción, se hermana de inmediato con el testaferrato. El pensamiento se hace de las cosas miradas- decía un pensador- fue mirando la inmensa fortuna de Diandino Peña, en el programa de Alicia Ortega, que pude intuir que el testaferrato convive de manera natural con nosotros, porque en los gobiernos del PLD la corrupción se ha transformado en hipercorrupción. Tanto es así, que si a los testaferros los obligaran a llevar máscaras, éste país fuera un baile de disfraces. Que lo digan Félix Bautista, Díaz Rúa y Diandino.