Por: Julio Cury y Georgina Davielle Zorrilla
La Sala Civil de la Suprema Corte de Justicia ha definido la nulidad como la “sanción genérica de ineficacia o falta de valor legal que se aplica a los actos jurídicos celebrados en violación de las formas y solemnidades establecidas por la ley o con finalidad reprobada o causa ilícita”. Como es demasiado sabido, el acto procesal puede ser nulo de fondo, exento de prueba del agravio, y nulo de forma, cuyo pronunciamiento está condicionado no solo a que la nulidad se encuentre penada por la ley, sino también a que quien la invoque evidencie la existencia del agravio que le causa la irregularidad, aun cuando sea sustancial o de orden público.
La Ley núm. 834 del 1978 no detalla las irregularidades de forma, que son variadas y muchas. En cambio, sí tasa las de fondo, lo que no significa que sean las únicas. Es tanto así que después de su reforma al Código de Procedimiento Civil, la Corte de Casación francesa no mantuvo un criterio uniforme al respecto, proclamando en ocasiones su carácter limitativo, mientras que en otras llegó a admitir irregularidades de fondo para vicios no previstos en su norma, que es exactamente el art. 39 de nuestra Ley núm. 834.
Eso sí, las veces que se decantó por su aplicación extensiva, tomó como punto de referencia las nulidades de fondo legalmente determinadas, de manera que la entidad de las violaciones formales tenían que afectar seriamente la validez del acto. Pero, ¿por qué viene a cuento este exordio? No demoramos en responder: en días recientes, una de las salas de Cámara Civil y Comercial de la Corte de Apelación del Distrito Nacional anuló de oficio el acto contentivo de una demanda en dificultad de ejecución de sentencia que se incoó bajo el imperio del art. 472 del Código de Procedimiento Civil, el cual dispone parcialmente que “La ejecución de una sentencia… revocada corresponderá al tribunal que resolvió la apelación…”.
En respaldo de su dictum, alegó que el indicado precepto fue “[…] derogado por el art. 142 de la Ley núm. 834, que establece que quedan derogadas y sustituidas todas las leyes y disposiciones del Código de Procedimiento Civil relativas a las materias que son tratadas en la presente ley”. Y a renglón seguido agregó que esa legislación le atribuyó “[…] expresamente al juez de los referimientos la competencia judicial para conocer de cualquier contestación relacionada con dicha ejecución”.
Habiendo estimado que la demanda de cuyo conocimiento fue apoderada se habría fundamentado en una disposición legal derogada, el referido tribunal entendió que se configuró “[…] un vicio procesal que justifica la nulidad del acto mediante el cual introduce la acción, en virtud de que son los vicios una consecuencia del incumplimiento intrínseco y extrínseco necesario para la eficacia y validez de los actos procesales”.
¿Es ciertamente así? Veamos: en la hipótesis de que el art. 472 hubiese sido derogado, es claro que la entrada en vigor de la Ley núm. 834 habría privado de competencia de atribución a todas las jurisdicciones, excepto la de los referimientos, para conocer de la materia de cual resultó apoderada la alzada que dictó el fallo que nos mueve a escribir. Ahora bien, la pérdida de la competencia del tribunal está muy lejos de traducir la demanda en nula, que aunque la sentencia comentada no apellidó, ha de suponerse que se trata de una de forma, porque la presunta irregularidad no se corresponde con las de fondo del art. 39 ni con ninguna que resulte de su interpretación extensiva.
Siendo así, cabría cuestionarse si someter por ante una corte de apelación una demanda en dificultad de ejecución de una sentencia por ella misma revocada, constituye una nulidad de forma. Quizás estemos equivocados, pero a nuestro humilde entender no existe norma legal que formalmente consagre ese supuesto como nulo. En buena lógica jurídica, la sanción a ese error apareja la incompetencia, lo cual levanta como llama crepitante esta pregunta: ¿puede la corte de apelación declarar su incompetencia de oficio?
De entrada, estaríamos tentados a inclinarnos por la afirmativa, pues nadie ignora que la competencia en razón de la materia es de orden público, como establece la parte capital del art. 20 de la ley de marras. El principio dispositivo que ciñe sobre el poder decisorio de los jueces una camisa de fuerza, quedaría relegado a un segundo plano. Empero, dicho precepto, inspirado tal vez en el principio de economía procesal, atenúa la potestad de las cortes de apelación para promover oficiosamente su incompetencia a tres circunstancias muy específicas: “[…] si el asunto fuere de la competencia de un tribunal represivo o de lo contencioso administrativo, o escapare al conocimiento de cualquier tribunal dominicano”.
Solo los juzgados de paz y de primera instancia disponen, Por argumento a contrario, de plena libertad para declarar de oficio su incompetencia ratione materiae, en cuya eventualidad deben remitir las actuaciones al órgano judicial que, a su parecer, sea el competente, tal como dispone la parte in fine del art. 24 del texto en mención. A decir verdad, la sentencia que motiva este artículo echó abajo la armadura legal, debido a que la derogación del art. 472, como hemos explicado, no implicaba la nulidad del acto introductorio de la instancia.
Peor todavía, tratándose de una nulidad de forma, la atención se centraba en saber si la parte intimada compareció y si concluyó al fondo por mediación de sus abogados constituidos. Pues sí, así fue. No habiéndose invocado la nulidad de la demanda, lógicamente tampoco se alegó agravio alguno, por lo que si la misma satisfizo su propósito, no podía haberse puesto en entredicho su eficacia y, tanto menos, sobre la base del argumento sostenido.
En la puesta en acción de la teoría de las nulidades de forma de los actos de procedimiento, la invalidez del instrumentum lleva un corsé muy ajustado: su destinatario tiene que demostrar la previsión legal que la contempla y, aún más, que la omisión o irregularidad lesionó su derecho a la defensa. Es lo que exige el art. 37 de la Ley núm. 834 y lo que nuestra Suprema Corte de Justicia, en sede de casación, aplicó por primera vez el 8 de marzo de 1955, siendo entonces el fundamento una simple máxima: no hay nulidad sin agravio.
Cuando un tribunal se interesa en remover su competencia o en invalidar un acto procesal, no puede colocarse por encima del criterio del legislador, ya que incurriría en lo que el jurista italiano Luis Mattirolo marbetaba como “despotismo judicial”. Al no caer la demanda bajo la órbita atributiva de ningún órgano del fuero represivo, contencioso administrativo o extranjero, únicas causales habilitantes del poder de promoción de la incompetencia de oficio para toda corte de apelación, la única solución posible era abocarse a conocer del litigio.
La nulidad declarada careció de muletas jurídicas, o si se prefiere, de vinculación positiva. No sería aventurado decir que el poder exorbitante ejercido sin mediar petición de ninguna de las partes instanciadas, habría sido concebido como una tangente para negare a juzgar y proveer los pedimentos que se sometieron a su consideración. En fin, haya o ni sido así, lo irrefutable es que el acto que emplaza a comparecer por ante un tribunal incompetente no acusa -al menos por ese motivo- vicio de nulidad alguno, como erradamente se consideró en la malhadada sentencia que nos hemos permitido analizar aquí.