Cuando un misterioso y atrevido duende, de esos que pululan en la redacciones de los diarios, le agregó el plural a la nota musical Do en un artículo mío sobre el aria “ Ah! me amis” de “La hija del regimiento” de Donizetti y se leyó algo así como “nueve dos altos” en lugar de “nueve Do alto”, o de pecho si lo prefiere, sentí un escalofrío por todo el espinazo haciéndome creer que estaba a punto de un infarto. Pero cuando otro duende pluralizó en mi artículo de ayer la palabra escasez para que se leyera “brutales escaseces y alzas de precio” en vez de “brutales escasez y alzas de precio”, levanté los ojos al Altísimo implorando perdón por todos mis pecados prometiendo no violar más ninguno de sus mandamientos, incluso aquellos que tratan de frenar, no siempre con éxito, las tentaciones que Él mismo puso en el corazón de los humanos.
Estas cosas, lo confieso, son habituales en el periodismo, por lo que me resulta difícil razonar mis emociones cuando ocurren en mi columna. En mis años de corresponsal, cuando las crónicas al extranjero se enviaban por un monstruoso aparato que al teclear convertía las palabras en pequeños agujeros en una cinta, la agencia para la que trabajaba se cuidaba de esas pequeñas travesuras de fantasmas, aconsejando evitar, por ejemplo, que el uso de la consonante “v” no se tecleara erróneamente por una “c”, como fue el caso de la vez que se envió un mono al espacio y el redactor quiso decir y no pudo, al describir la operación, que el animal “estaba vagando en el espacio”, lo cual obligó a pedir excusas a los diarios suscritos al servicio, rogando por la aclaración.
Tuve una asistente muy rápida tecleando, tan rápido que me obligaba a releer sus borradores. En una ocasión no encontraba ningún error mecanográfico en un informe. Leía y volvía a leer fascinado por ese milagro. Cuando finalmente tomé el bolígrafo para firmarla, en lugar de Miguel y mi apellido había escrito Migueh.