Diez de la mañana del 16 de agosto de 2016. El presidente electo se dirige al Congreso para asumir el cargo. Los 1,500 ministros de Estado sin Cartera y asesores presidenciales, toman asiento en sillas alquiladas en los jardines. Se han habilitado monitores en el Palacio de los Deportes para los casi 10,000 subsecretarios, cónsules y ayudantes especiales llegados de todos los rincones del país y del exterior. Más de 200 de esos cónsules y vicecónsules jamás han visitado los países en los que han sido designados.
Su cuarta línea del metro por fin funciona y el Presidente le tiene una agradable sorpresa al país. Dos nuevas líneas del tren de la ciudad comenzarán a construirse al día siguiente. No se revelan los costos. Es el progreso, la nueva cara de la modernidad y el desarrollo. Su nombre honra calles y plazas.
La Suprema Corte ha archivado definitivamente todas las querellas en su contra y confirmado las sentencias contra los irracionales opositores que han pretendido ver como un delito de lavado la acumulación por el presidente de una merecida fortuna de tres mil millones de dólares, justa compensación por su entrega al país. Tres veteranos periodistas y un premio nacional de literatura, tercos como ellos solos, enfrentan cargos de sedición. Se han referido atrevidamente a la crisis de los servicios y al peligro de una “democracia sin oposición real” para empañar el brillo del gran regreso del más iluminado de los patriotas. Por fin, con la ayuda de los recursos públicos, la opinión del país es ahora uniforme, como visten los escolares.
El Presidente la emprende nuevamente en su discurso contra el “gobierno anterior”, el PPH, Balaguer. Sus irracionales medidas económicas son la causa de la crisis económica. Temeroso, el presidente del Senado le susurra: “Señor Presidente, con perdón, Su Excelencia…, el Gobierno anterior éramos nosotros”.