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Un libro de Tony Raful

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Tony Raful.

SANTO DOMINGO, República Dominicana.-En un momento de ocio en mi oficina, me deleité releyendo  el libro de Tony Raful, acertadamente titulado “Emboscada al relámpago”, y recordé que él me había concedido el honor de hacer una de las dos presentaciones en su puesta en circulación, hacen ya unos años, lo que constituyó una tarea tan grata como difícil.

Esta obra dibuja en toda su magnitud la personalidad del autor. La mayoría de nosotros conoce a Tony como el gran poeta que es y ha sido siempre. Y no podía ser de otro modo porque su vida, en lo personal y en lo político, está llena de poesía.

Tony es también un excelente prosista. El es entre nosotros el poeta de la prosa. Cada línea de los artículos que se recogen en esta obra está pletórica de la poesía que él lleva dentro de sí y que le aprisiona con la fuerza de un huracán.

Otra de sus obras, igual de voluminosa, es con toda propiedad uno de los mayores aportes al estudio y comprensión de los hechos históricos y comportamientos individuales de lo que él, desde su cosmovisión poética, califica como el holocausto de la “raza inmortal”, la gesta del 14 de junio y la secuela de acontecimientos que cerraron ese estremecedor capítulo de nuestra historia reciente.

Escritos con una poca usual mezcla de pasión y ternura los artículos recopilados en “Emboscada al relámpago” son reflejos de su vivaz temperamento personal y poético y una muestra inequívoca de su profunda sensibilidad humana, tal vez, esto último, el rasgo más trascendental y característico de toda la obra de uno de los más sobresalientes intelectuales  de la llamada generación del 65.

La política, como muchas veces ocurre, no le ha contaminado el alma a este gran poeta y ensayista. Por el contrario, su trato diario con la cruda realidad social dominicana le ha impregnado a su prosa un profundo contenido humano. Por eso, sus escritos, que leemos desde hace años con avidez, están llenos de su poesía interior y de un intenso toque de solidaridad, la mágica palabra tan ausente hoy entre nosotros.

Al poder leerlos ahora, gracias a esta recopilación, con un sentido mayor de continuidad e hilación, la obra de Tony Raful se proyecta con todo el valor intrínseco que resulta difícil encontrar en la lectura individual y esporádica de escritos periodísticos.

La temática es tan diversa y rica como la preocupación que el autor muestra en cada uno de ellos. Tienen en común la lírica del ritmo propia de toda prosa perfecta y la permanente preocupación por la felicidad humana.

La grandilocuencia que a veces se observa en su prosa no la despoja de su belleza. Por el contrario, la torna más atractiva y elocuente. El autor es un pertinaz y obcecado escritor que  aspira a transformar el mundo con su voz, que en ocasiones se torna en llanto. El grito de dolor y desesperación que se escucha en muchos de sus escritos está justificado plenamente en su interminable búsqueda de un estadio de felicidad tal vez inalcanzable. Esta búsqueda incesante de lo imposible le da una dimensión trascendental a su obra, en cualquiera de los géneros que cultiva.

Es imposible separar al Raful poeta, del prosista y del político. Y es precisamente esta rara interconexión lo que le hace diferente-  Hay en su obra literaria el inconfundible acento de su experiencia social, matizada por años difíciles de persecución y anhelos de redención. Y hay, entrañablemente, huellas de su sensibilidad poética en su diario accionar político.

Al autor le asedian y atormentan todos los  asuntos, los que aborda con idéntica decisión, amor, compasión y ternura. Al tema del hambre. la marginalidad y la desigualdad social que ocupan muchas de las páginas de esa obra, le siguen muchos otros tan alejados del curso de nuestra cotidianidad, que pudieran parecer inocuos. ¡Pero no! Es en el tratamiento de esos temas donde precisamente Raful se proyecta como el gran escritor y humanista que tantos de nosotros admiramos.

Ningún tema es impropio para su estilo, en el que la belleza y armonía de las palabras compiten con la profundidad del contenido. El ve en cada tema de la vida diaria, en cada historia pasada, en cada predicción, una razón para escribir y es esta percepción la que le confiere a su obra el elemento de perdurabilidad propio de toda producción literaria capaz de trascender su tiempo y los hechos que la han hecho posible.

Es un autor atormentado no sólo por los  sufrimientos derivados de la desigualdad humana, sino también, ¿y por qué no?, de la existencia del abominable Hombre de las Nieves, sobre el cual escribe con extraordinaria belleza y con admirable muestra de erudición (cito):

“En medio de los escarceos y complejidades del diario vivir, la imaginación lo puede todo. En su coraza etérea, ella sostiene las más queridas leyendas, los recuerdos más gratos, los misterios insondables, el hemisferio de fantasía donde habitamos junto al miedo”.

La eternización de la figura de un Marqués de Sade atrae también su interés y se vale de su historia para recordarnos la importancia de la libertad como uno de los grandes atributos de la raza humana. “El Marqués de Sade fue importantizado por sus victimarios”, nos dice Raful en uno de los escritos que conforman esa obra, » ni  sus ideas ni sus prácticas sexuales resisten un análisis a fondo y profundo de la psiquis humana. Pero la hoguera y el calabozo no hacen otra cosa que eternizar a los monstruos y a los mártires. Solo en el debate de las ideas se pueden conjurar los adefesios y las aberraciones de la raza humana”, afirma el autor.

Aún en los folios de naturaleza estrictamente política, se filtra la inconfundible sensibilidad del autor. Cuando el Muro de Berlín fue demolido, tituló un sobrecogedor artículo con esta advertencia, que fue entonces más que una premonición: “¡ Se van a caer, se van a caer, todos los muros de la Tierra!”, para a seguidas conmovernos con otra fascinante demostración de su destreza, en unas líneas ahogadas de amor  por  el hombre y la libertad, increíblemente hermosas a pesar, o acaso debido a su poética sencillez, como en las siguientes líneas que reproduzco a continuación:

“Yo que no estaba cuando la ciudad dormía y construyeron el muro, quería estar cuando la ciudad despertara y lo cruzara. El corazón está donde uno lo destina. Tiene alas que los verdugos no logran ver. Yo vi palomas y sonrisas, amores que se fundieron en la alegría tierna de un encuentro que será permanente”.

No hay en estos versos transformados en prosa, ningún sesgo de compromiso con otra forma de dominación. El autor es transparente y no oculta su desprecio por el otro extremo. “La importancia esencial de haber derribado el muro de Berlín”, nos dice, “radica en que se quebranta una vieja injusticia histórica que había sido engendrada por la visión totalitaria y absoluta de la ideología y el poder”.

Al derribar el muro de Berlín, agrega, “no se le está dando la razón al capitalismo”. Este sistema, explica más adelante, “está impugnado en sus resultados de marginalidad y desigualdad espantosos”.

El autor no se encasilla en ningún modelo o propuesta de redención. Para él, lo justo y razonable es la “búsqueda de un orden en libertad que no lesione la dignidad humana. La razón hay que dársela a un espíritu insepultable que sobreviva a las iniquidades de las pasiones ideológicas”.

 Para justificar su vuelta a lecturas de pubertad y adolescencia, nos regala una vibrante y enternecedora historia que titula también con la gracia de su mejor poesía: “Aquí tienes, pirata, la voz alta del poeta que se alucina en el pillaje y la leyenda”, en la que describe con elegancia y precisión las vicisitudes de aquellas lejanas épocas de depredación corsaria, para sostener un final que descubre aspectos notables de su intimidad y la importancia que él asigna a los valores familiares:

 “En estos días he vuelto a leer a Salgari. Me encontré con una edición para niños sobre el Corsario Negro. Y la compré con la alegría de un niño. Iba como un ser iluminado, como quien descubre un tesoro que perdió en la infancia y lo recobra súbitamente. ¡ Y como un niño junto a mis hijos, me dispuse a leer esta obra”.

Al recrear sus recuerdos de la Guerra de abril de 1965, siente un viento frío recorrer su interior. Un viento helado que era para él como sentir la sepultura de las ilusiones de crear una nación a imagen y semejanza de los sueños patrióticos; como una oportunidad perdida de compartir generosidades.

No es el lamento de un iluso  ni el vano sueño de un  irrealista, lo que se esconde detrás de esta helada sensación de impotencia ante la adversidad y el fracaso de una esperanza, sino la angustia de un alma permanentemente atormentada por un anhelo de igualdad y justicia, que el poeta que hay siempre en él  nos explica con belleza y sencillez estremecedora:

“..he sentido de nuevo el viento frío recorrer la ciudad, los escaparates, las avenidas iluminadas, los paseos  frente al mar, por el túnel, en las cafeterías. He sentido su mano aterida tocándome el alma”.

Las historias de irracionalidad son objeto consistente de su atención, como aquella oportunidad en que un joven prendió fuego a un club social de un lugar tan distante como Nueva York y dio muerte con ello a 87 personas, y que según él constituyó una tragedia que puso de relieve el drama de los emigrantes latinoamericanos, que huyen hacia lugares oscuros “para alinearse en su vacío humano”.

Hay lirismo, ansiedad y amor por doquier en esta obra inmensa de Raful. En su homenaje al poeta René del Risco Bermúdez, que titula “René, !la ciudad, el mar y los amantes aún ensayan la noche de tu muerte!”, en su impecable prosa nos embriaga con este final inconfundible de su impronta:

 “Uno piensa que el pasado es el ahora en alguna parte. Que somos el pasado de alguien. Que, a veces, al transitar frente al mar y ver las luces de la ciudad y los restaurantes y el bullicio creciente de la gente, uno, como René, no hace otra cosa que ensayar la muerte, que prepararse para que un día resplandezcan la vida, las edades, los amores, la más sublime poesía de existir y sobrepasar los conflictos y las penurias que nos atosigan y empobrecen”.

Leyendo la prensa nacional, Tony Raful se topó un día con una noticia triste. Se refería a que más de mil personas de todas las edades habían hecho cola en una ciudad de Nueva Zelanda para besar a una niña de nueve años enferma de Sida. Que más de mil personas de diferentes edades esperaran en fila para besar a una niña con Sida era para él un acto de amor que debía hacer temblar la tierra; un acto de solidaridad que “debe conmover”, según escribió en la ocasión, “al más vulgar y menos evolucionado de los seres humanos”.

En el artículo que nos regaló como resultado del impacto que esa información causó en su alma, nos dijo:

“Yo no estuve haciendo cola en Nueva Zelanda. Pero mi corazón sí. Yo no estuve con ella, pero desde aquí, para ella y para todos los niños y niñas que tienen Sida, mi amor probable, mi  solidaridad, mi irrenunciable condición humana, herida y agredida en la tragedia de todos mis hermanos en todos los lugares del mundo”.

Le canta con su prosa a aquellos que, equivocados o no, sirvieron a la causa en que creían. Como el día en que se conoció la muerte de Guillermo Manuel Ungo, el luchador salvadoreño, en cuya memoria escribió:

“Al morir, los hombres no dejan de vivir. Sólo mueren para ciertas angustias humanas. Yo espero que Guillermo Manuel Ungo se haya encontrado ya con Héctor Oquelí y que juntos puedan sustentar ahora  el discurso de amor que la guerra y la injusticia de los hombres le negaron, en ese plano de paz y de perdón, donde no llegan los ecos sangrientos  aborrecibles de la historia”.

 La inquietud del político está siempre presente en los afanes del poeta y del prosista. Y se muestra tan lleno de optimismo y esperanza que ni la incertidumbre ni la adversidad son capaces de doblegar su espíritu y su fe en el porvenir. Estando en gira por Ginebra, en su época de congresista, escuchó a un colega recitar los versos del gran poeta nacional Manuel del Cabral,

 

Pobre América Latina

mendiga tus ladrones

 

lo cual le emocionó a tal grado, que no resistió al regresar la tentación de escribir  que el país no puede sucumbir ante la ola de pesimismo que genera la tesis de que los dominicanos, al igual que los demás latinoamericanos, no son dueños de su destino y no saben dar solución a sus problemas. Para poner a seguidas su acento poético, con una predicción que denota su fe en el futuro de la República, con estas palabras, que tienen la fuerza de un relámpago:

“Las grandes reservas de la nación en términos humanos e históricos tienen que emerger de su letargo y prepararse para encabezar el proceso definitivo de nuestra redención, restituyendo la fe perdida, castrada, espoleada”.

 Tras una actuación de Alberto Cortéz en el Teatro Nacional con Maridalia Hernández, deja traslucir su honda vena poética  al escribir : “una conjura de mariposas tejiendo un cielo ausente. Una voz altísima donde parpadea la primavera sus diamantes florecidos. Un grito por la paz que a todos  nos hizo cómplices de la esfera dulce del amor. Un ademán de estrella que resigna el sueño. Y sobre el escenario, el alba pequeña del juglar, su canción de coral y leyenda”.

En la noche de su presentación, escribí que asistíamos al nacimiento de una nueva obra de un gran poeta y escritor dominicano. Era, pues, un instante de regocijo. Felicitémoslo por la oportunidad que nos brinda de entrar nuevamente en contacto con su alma de soñador y promotor de dulces fantasías. Y alegrémosno  de que en el alma de este político, poeta y ensayista,  siempre lata el niño que un día le recordó sus lecturas infantiles y adquirió un viejo libro de Salgari para leerlo con sus hijos.

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