En la última década han surgido numerosos negocios que por su naturaleza sirven de exponentes de los avances del país en esas áreas. Su diversidad ha sido amplia y abarca las más sofisticadas ramas de la actividad comercial, desde la venta de emparedados y delicatessen, hasta los más exóticos cortes de carne de primera calidad. Negocios exclusivos para los ricos y la clase media alta, que pueden darse el gusto de estos lujos en medio de las precariedades en que vivimos.
Muchos han sobrevivido. Inicialmente, la prima del dólar se llevó algunos de encuentro. Después hicieron el trabajo el alza de los combustibles, el encarecimiento y escasez de la energía eléctrica. Todo eso los obligó a subir los precios a niveles inaguantables para una sociedad en proceso de empobrecimiento acelerado. Sin embargo, esos precios que los condenaron al cierre en muchos casos no guardaban proporción con los incrementos de sus costos.
Independientemente de la devaluación, la estructura de precios de nuestra economía es sumamente alta y especulativa en casi todas las áreas. El país es extremadamente caro hasta para aquellos que pagan en dólares y euros. Un amigo español muy estimado, quien estuvo hace ya algún tiempo en esta capital de visita con otros académicos de la Universidad de Valencia, al comentarme la experiencia del grupo en el país me dijo vía el correo electrónico que sus compañeros quedaron sorprendidos por lo caro que resulta ir a los restaurantes en Santo Domingo. Y tienen razón. Cualquier restaurante mediocre supera aquí en precios a lujosos y sofisticados establecimientos de ese género de Europa y Estados Unidos y qué no decir de la calidad de la comida entre uno y otros.
Si de pronto continúan cerrándose negocios de ese tipo no será sólo por la inflación y otros factores, todos ellos con méritos suficientes para matar del corazón a cualquiera