La columna de Miguel Guerrero
Como nación, no individualmente como gobierno o sector privado, tenemos que decidir cómo queremos vernos en el futuro. Por ejemplo, bajo qué tipo de sistema aspiramos vivir.
Es decir, preferimos un sistema centralizado en que todas las decisiones las adopte el gobierno y sea este quien trace el rumbo del país y las pautas en la cultura incluyendo asuntos tan personales como la educación de los hijos y la forma de hacer negocios, o, por el contrario, optaremos por un régimen menos paternalista, en el que la iniciativa privada asuma un rol fundamental, con un disfrute amplio de las libertades civiles.
En otras palabras, con el Estado asumiendo un papel esencialmente regulador, como garante de los derechos ciudadanos y el respeto a la Constitución y las leyes.
Este país necesita un flujo constante de inversión, nativa como extranjera, y para ello se requiere transparencia total y confianza absoluta en las instituciones, con un mínimo de poder discrecional por parte de la autoridad pública. Si no logramos esto, difícilmente daremos un paso en dirección al futuro.
En cambio estaremos propiciando un clima en que los radicalismos impongan las normas de la conducta oficial, constriñendo a la postre cuantas libertades necesitamos para alcanzar las metas plenas de un desarrollo sostenible y sostenido, con abundante oportunidades para todos los ciudadanos, en las que el talento y la dedicación sean las claves del éxito individual o colectivo.
Los fundamentalismos que se observan en el debate en los medios y la enorme receptividad que esas expresiones de sectarismo le imponen a la discusión de los grandes temas nacionales, no nos dejarán crecer como nación.
A menos que impongamos otras reglas de discusión viviremos atados a un nacionalismo extremo sin fundamento, que nos sumirá en un letargo en la falsa pretensión de que podemos ser una nación feliz en la pobreza.