De la autoría de los senadores Charlie Mariotti y Julio César Valentín, la ley 311-14, después de ser aprobada en la Cámara Alta debió atravesar un largo período de espera de varias legislaturas para que recibiera la sanción favorable de la Cámara de Diputados y fuera promulgada por el Poder Ejecutivo.
Su finalidad: obligar a los funcionarios públicos electos, reelectos, designados y cesantes a hacer su declaración de bienes al comienzo y al final de su gestión. Pero, además, establecer fuertes sanciones de hasta diez años de prisión y total decomiso de bienes para sancionar los actos de corrupción y de enriquecimiento ilícito al amparo del poder.
Después de mantenida en vigencia por sus autores, al cabo de tan dilatado y accidentado itinerario de espera, se abrigaban esperanzas, si bien no del todo entusiastas, en que la misma serviría de freno para prevenir la comisión de actos dolosos en el ejercicio de las funciones públicas, y en caso contrario evitar que sus autores escapasen sin recibir justa sanción, y de igual modo que pudieran disfrutar de sus bienes malhabidos.
Lamentablemente no ha resultado así. En la práctica, la ley se ha convertido en letra muerta. En un esfuerzo baldío por parte de sus esforzados promoventes.
Al cierre del 2019, todavía el 97 por ciento de los 4 mil 154 funcionarios que abarca la misma, no había presentado su declaración jurada de patrimonio. Y del 3 por ciento que le dio cumplimiento, apenas el 1 por ciento lo hizo dentro de tiempo hábil.
¿Cuál ha sido la consecuencia para los violadores de la ley? Lamentablemente ninguna. Ni la Cámara de Cuentas, ni la Procuraduría Especializada para la Corrupción Administrativa (PEPCA) han dado la menor señal de vida, ni mostrado el más mínimo interés en apremiar, perseguir, someter y sancionar a los incumplidores. Mucho menos la menor asomo de interés por parte de estos en ajustarse a sus dictados.
Después de tales demostraciones de burla a la ley, de indiferencia por parte de quienes deben cumplirla y de desidia por quienes están impuestos a velar por su cumplimiento solo resta arrojarla al zafacón.
Tal parece ser su mejor destino.
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