Distinto a lo que se cree, los jueces se ven expuestos a errores, temores, simpatías, arrebatos, en fin, son seres humanos, y justamente es por eso que no basta fijar mecánicamente posición respecto de las alegaciones de las partes en el marco dialéctico del proceso en el que se producen. Es preciso que ofrezcan razones capaces de sostener y justificar su decisión, ya que los porqués de la justicia que imparten se instalan no solo como garantía fundamental de los instanciados, sino también como presupuesto de legitimidad de lo resuelto.
En un reciente fallo que rechazó variarle la prisión preventiva a cierto imputado, la jueza de la instrucción apoderada de la revisión obligatoria ofreció como única motivación la siguiente:
“Las pruebas con las que cuenta el Ministerio Público dieron lugar a la retención de vinculación probable y de peligro de fuga de cara al imputado, circunstancias que persisten en este momento de la revisión de la medida de coerción, por lo que renueva la medida de coerción impuesta”.
Es probable que uno que otro juzgador todavía crea que la exigencia de someterse al imperio de la Constitución y la ley, excluyendo toda actuación caprichosa, autoritaria o basada en la simple voluntad, no sea consustancial al Estado social y democrático de Derecho, y la decisión que me mueve esta vez a escribir lo pone tristemente de relieve. La verdad, sin embargo, es que del principio de la proscripción o interdicción de la arbitrariedad no escapa absolutamente ningún órgano público, incluidos los tribunales, que como ya expresé están obligados a fundamentar en derecho la solución de las pretensiones encontradas de las partes encausadas.
El doctrinario peruano José L. Castillo Alba lo explica así: “Toda decisión que carezca de una motivación adecuada, suficiente y congruente, constituirá una decisión arbitraria, y en consecuencia, inconstitucional”. Soy de opinión que no es propiamente inconstitucional, sino que el efecto que comporta un pronunciamiento jurisdiccional deficitario de motivación configura un agravio al derecho al debido proceso que conduce a la nulidad de lo resuelto. Demasiado conocida es la Sentencia núm. TC/0009/13, en la cual nuestro Tribunal Constitucional estrenó el test de la debida motivación, el cual ha reiterado en no menos de una treintena de decisiones posteriores.
¿A qué viene todo esto? Simple: tan manifiestamente inmotivada fue la decisión comentada que no puede considerarse como expresión del ejercicio de justicia, sino como una mera apariencia. Y es que todas las veces que no se establecen los parámetros ponderativos de los fines constitucionalmente legítimos de la prisión preventiva que se impone o se mantiene, la decisión intervenida peca de arbitraria o voluntariosa. En efecto, la ausencia de desarrollo de las pautas valorativas del riesgo de fuga o del peligro para recolección de elementos probatorios, debe ser suficientemente explicada en correspondencia con el derecho a la motivación que, reitero, es garantía fundamental del debido proceso y postulado de legitimidad de la decisión.
¿Por qué esa y no otra era la medida coercitiva indispensable para garantizar la integridad del proceso? ¿No podía ser reemplazada por la presentación de una garantía económica? ¿No hubiese sido el arresto domiciliario igualmente efectivo? El silencio de la jueza del fallo comentado fue de cementerio, lo propio que el guardado en torno a las alegaciones de la defensa técnica del imputado. En Aptiz Barbera y otros vs Venezuela, la Corte IDH consideró que “… la motivación debe operar como una garantía que permita distinguir entre una diferencia razonable de interpretaciones jurídicas y un error inexcusable que compromete la idoneidad del juez para ejercer su función”.
Sin pensarlo dos veces, enmarcaría la resolución de marras en la categoría de error inexcusable, y lo explico: Vicente Gimeno Sendra, formidable tratadista español, expresa que “La aplicación del principio de necesidad a la prisión provisional en un sistema democrático conlleva el cumplimiento de dos exigencias constitucionales… ha de adoptarse únicamente cuando sea absoluta y estrictamente necesaria para el cumplimiento de los fines que la justifican. De otro lado, su carácter subsidiario obliga al órgano judicial a examinar no solo la concurrencia de los presupuestos materiales que la posibilitan, sino también si existe alguna otra alternativa menos gravosa para el derecho a la libertad”.
La delicada función pública que desempeñan los jueces los obliga a apartarse de sus preferencias o sentimientos personales al momento de conocer los conflictos judiciales que se someten a su consideración, debiendo hacerlo en sujeción a las pruebas actuadas y los criterios que les aportan las normas jurídicas. Frente a una motivación igualmente hueca a la que atrae mi atención en este artículo, el Tribunal Constitucional del Perú no titubeó en enmendarle la plana al juez responsable de dictarla: “… no se especifica la conducta del favorecido que haga evidente su voluntad de no someterse al proceso, y no es suficiente hacer alusión a la gravedad de la pena o a la magnitud del daño causado, pues no se hace un análisis mínimo de lo establecido en el Código Procesal Penal en cuanto al peligro de fuga”.
En el marco de una sociedad democrática, no basta la mera apreciación del juzgador, siendo a todo punto necesario que establezca los hechos, circunstancias y base normativa en virtud de los cuales adopta su resolución, y en los casos de medidas de coerción, la excepcionalidad de la restricción a la libertad desprecia la posibilidad de que nadie sea privado de ella sin una justificación estricta y razonada que se vincule con la correcta administración de justicia, lo cual brilló por su ausencia en la malhadada decisión en comento. Aunque los vientos soplan a favor de la opresión y sojuzgamiento del derecho a la libertad a través del retorcimiento del carácter excepcional de las medidas de aseguramiento, me socorre el convencimiento de que en algún momento se romperá la sinuosa cadena de abusos que ha logrado trenzarse por la docilidad de ciertos jueces con el Ministerio Público.