Don Curú era un perredeísta de pura sangre, igual que doña Zoraida. Poco antes de morir a causa de un agresivo cáncer, tuve que trasladarlo desde la capital hasta la fronteriza de Pedernales, con su cédula a mano, para votar en las elecciones de mayo de 1994. Susurraba: “Es un deber”. Ninguna duda me cabía sobre el destino del voto de mi padre. Tampoco del de mamá.
Pero como le ordenaban la Ley Electoral, su formación doméstica y su personalidad, él jamás quiso activar en política. Ni hacer trapacerías. Ni conspirar contra nadie. Ni ofender siquiera a quienes, desde adentro y desde afuera, de manera vulgar e irrespetuosa siempre apostaron a doblegarlo con chantajes, olvidándose de su honestidad, paciencia y recio temple. Mucho menos subir la voz, ni cuestionar la conducta de otros oficiales civiles que –él bien sabía— se enriquecían con prácticas no santas.
Hasta su último suspiro, respondió con la ley en la mano a cualquier inquietud de los políticos que, dentro del Partido Revolucionario Dominicano bueno, o fuera de él, se presta para todo tipo de mañosería y agresión. No valieron los ofrecimientos ni las amenazas veladas. “La ley es la ley”, era su frase escudo, sin importarte dificultades económicas en su familia.
Él había sido designado oficial civil por Pedernales, en 1962, tras la victoria de Juan Bosch y el PRD. Y cuando murió aún estaba en el cargo.
En momentos cruciales, fui testigo de las recurrentes amenazas abiertas y veladas para que expidiera actas de nacimiento con edades abultadas a menores para que pudieran votar en los comicios. Sufrí estoicamente cuando dirigentes perredeístas ensoberbecidos se aparecieron de súbito en una madrugada en nuestra casa para “pedirle” que casara a una dama del pueblo con un foráneo que nadie conocía, excepto ellos, y sin documentos que avalaran tal acto. Para tales inescrupulosos, Papá accedería sin mayores excusas, pues “ese es de los nuestros (perredeísta) y estamos para ayudarnos”.
Presencié cuando extranjeros, incluidos asiáticos, eran llevados por políticos adonde mi padre y allí aireaban un abanico de papeletas de todas las denominaciones para luego “solicitar” el cambio de una letra en algún nombre, para que la persona pudiera viajar sin inconvenientes con las autoridades. “Ese no es el procedimiento, no”, les respondía.
Don Curú era celoso con la expedición al granel de actas para cédulas escolares, de matrimonio y hasta de defunción. Hasta su muerte, nunca fue objeto de un escándalo de enriquecimiento por favorecer potentados ni a políticos… ni a nadie. Pero tampoco a familiares. Siempre fue respetuoso del disenso; nunca atropelló ni injurió a quienes pensaran diferente.
Mi padre no era un bufón de ferias ni un bultero o ayantoso. Era un servidor ético. Después de todo, carecía de vocación para las payaserías, y de pericia y desvergüenza para el engaño a los demás. Él siempre estuvo consciente de su responsabilidad social; su sentimiento por el partido blanco nunca fue freno para el correcto actuar. Hasta el último segundo de su vida, aquella madrugada tormentosa y de dolores insoportables, levantó la mano derecha y masculló: “Me estoy muriendo y nadie me puede señalar”. Él no era un Phd importado de Harvard ni de Columbia ni de Yale. Era un hombre de pueblo que quiso servir con responsabilidad. No un impostor.
Cuando miro atrás, noto que desde don Curú a la fecha, la política y los políticos han cambiado poco para bien.
Como nuevo solo he visto la aparición de unos “científicos” extranjeros que se creen la reencarnación de Harold Lasswell, Félix Paul Larzarsfeld, Walter Lippman, Elisabet Noelle… Sergio Bendixen, el de Bendixen y Amandi International, es uno de ellos. Con su cadena de “encuestas” hechas al vapor “con personal extranjero traído por mi y por eso son independientes” (como se ufana), parece más un cómico malo que un tipo respetuoso de la inteligencia de dominicanas y dominicanos.
Cualquier ignaro que le vea en la televisión y le escuche sus sinsentidos, diría que él es el as de la comunicología. Su rostro y su discurso de tíguere fogueado en el engaño, pueden marear a los desprevenidos, y más si son apasionados de la política y carecen de formación básica para hacer lecturas críticas de mensajes mediáticos.
Pero cualquiera con dos dedos de frente que vea a un “experto”, “gerente de una empresa”, asquerosear a la competencia, regodearse en su supuesto estrellato y, como si fuera poco, presentar un cheque simbólico de un millón de pesos que daría a la Liga Contra el Cáncer si el PRD no gana las elecciones como señalan sus “encuestas”, descubriría en el acto que es modelo perfecto de esa viveza criolla de la cual hablaba el literato latinoamericano Arturo Uslar Pietri.
Se trata de un sediento buscador de dólares para exportarlos; un teórico sin teoría y sin práctica, que osado, como todos los oportunistas, hasta se ha atrevido –quiero pensar que sin darse cuenta— a negar sin demostración teorías reconocidas sobre los efectos de los medios de comunicación masiva y la posibilidad que tienen los sondeos de opinión publicados de re-direccionar el comportamiento de una parte de los públicos en el tramo final de la campaña.
El PRD está en tómbola, es un partido fuerte; siempre lo ha sido. En el remoto caso de que gane (las encuestas de crédito favorecen a Danilo Medina), eso no exculparía a Bendixen de sus peligrosos desaciertos expuestos con descaro olímpico en los medios de comunicación. Pues la de él, es una bulla acientífica que con el aval del candidato Hipólito Mejía solo contribuye a echar más agua caliente a la caldera social dominicana de cara a las presidenciales de este domingo.
Y si explotara tal caldera, Bendixen correría raudo hacia el aeropuerto, con sus bolsillos atorados de dólares de los contribuyentes. Y Mejía, el padre, abuelo, esposo, empresario y líder de un sector tradicional dentro del partido blanco, tendría que quedarse en el país sin la paz suficiente para administrar sus empresas y disfrutar con los suyos sus villas y sus fincas de mangos que –ha dicho— tanto le entretienen. Demasiados riesgos, sin necesidad.
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