Al periodista lo percibimos como un individuo en riesgo y matrimoniado hasta la muerte con la actualidad y su difusión urgente mediante historias a través de los medios de comunicación. Pero cuando en un hecho noticioso se pone en juego la dignidad humana, aunque sea una pizca de ética debería brotar para servir como muro de contención a esos resortes académicos desfasados que lo orientan.
Por la construcción de una sociedad mejor que tanto le reclamamos a los políticos, quienes tenemos el privilegio de usar medios, deberíamos autorregularnos. Y si esto no sucediera, entonces que actúe la autoridad, sin que ello represente ningún atentado a las cacareadas libertades de empresa y de expresión y difusión de las ideas. Porque, por la ruta que vamos, casi tocamos fondo, y luego, todos sufriremos.
Mi condición de periodista no me autoriza a burlarme de los demás, a difamarlos, injuriarlos y ofenderlos, sin que pase nada. Mucho menos si son personas empobrecidas que apenas pueden con sus vidas y que carecen de conciencia y herramientas para descodificar los engaños en los discursos televisuales y radiofónicos.
La población luce acorralada por la red venenosa de un grupo de simuladores y chantajistas que, bajo poses de identificación con los pobres, los usan como arietes para engordar sus negocios particulares.
Y eso es un crimen peor que matarlos físicamente. Son unos malvados los actores de tales despropósitos en tanto su daño es colectivo.
Que alguien me explique, por ejemplo, qué bueno aporta a la sociedad la presentación en televisión de una mujer de cien años que ha sido violada por su nieto. Que alguien me diga que beneficios sociales tiene el arrodillar a una persona a golpe de insultos radiofónicos. Que alguien me enseñe cuánto ayuda a avanzar la sociedad que denunciamos como anquilosada por los políticos, la exhibición de las caras de niñas violadas, niños en conflicto con la ley, personas mayores acusadas pero sin sentenciar, náufragos putrefactos, hombres con miembros cercenados, mujeres estropeadas por sus maridos o por otras mujeres, seres corroídos por alguna enfermedad, bebés achicharrados en un incendio…
Pienso, entretanto, que solo agrega más tensión, más desesperanza, más violencia, más degradación moral, más corrupción…
Porque, en estos tiempos, cuando los medios de información son fundamentales en las vidas de las personas, secuestrar el derecho al honor de gente indefensa, exponiendo sus desgracias sin reparo, es peor que asesinarlas. Ni pensar que eso suceda en cualquier país del mundo donde se aplique las leyes y exista respeto a la dignidad de los ciudadanos y ciudadanas.
Cada vez que veo estas sandeces pintadas de genialidades, y hasta de patriotismo, por suerte no me frustro; aprendo más cómo no debería hacer periodismo en la sociedad de hoy. Me llama la frialdad de mente y me distancio de la posibilidad de llevarme de caprichos y dañar a personas a través de los medios. Sé que actitudes como la mía no emocionan mucho ni siquiera al Gobierno. Lo entiendo. Sé de los riesgos y no le temo a la soledad. Vivimos en un país donde el ruido y la diatriba mediática han ganado mucha fuerza, y venden. Por eso esa gente crece mientras los otros bajan; se siente omnipotente, pues recibe apadrinamientos. Hasta un día.
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