Se va la campaña electoral de cara a las presidenciales del 20 de mayo; mas deja no sé cuántos oídos y nervios dañados; ni cuántos personas calumniadas, agredidas y enemistadas; ni cuánta rabia, ni cuántas mentiras ni cuántas poses. Sobre todo ha dejado en las cabezas de mucha gente, la falsedad de que Hipólito Mejía habla y se comporta como el pueblo.
Los propagandistas del candidato presidencial por el opositor Partido Revolucionario Dominicano (PRD), y hasta intelectuales vinculados al proyecto, sin reparo han vendido a una buena parte del electorado que los recurrentes desatinos verbales, los tonos estridentes y amenazantes, los gestos arrebatados y acusatorios de su propuesta, representan la autenticidad del dominicano y la dominicana.
Logran en parte su objetivo de disimular en lo posible la gran debilidad del ex Presidente (2000-20004), en tanto tal vez es una de las principales causas del frenazo y decrecimiento en los sondeos de opinión pública con muestreos probabilísticos. Y, al mismo tiempo, ridiculizar la manera correcta de hablar del Presidente Leonel Fernández para tratar de distanciarlo de los públicos menos instruidos y acríticos y así restarle popularidad.
Pero, ¿a qué costo? Afianzan en la percepción de los públicos locales y extranjeros una imagen muy distorsionada y súper dañina acerca de quienes han nacido en esta tierra. Como si fuera insuficiente lo que ya llevamos encima.
El dominicano y la dominicana no son así. Mejía es él, su personalidad y su imposibilidad de raciocinio. Y con él, un conjunto de confusiones que a menudo lo llevan a lucir ridículo. Lujo que no debería permitirse dada su experiencia política, sus relaciones con el poder y su rol de líder de un sector importante del partido blanco. Lo que haga o deje de hacer, quiérase o no, moldea la conducta de mucha gente. Por las calles veo a muchos jóvenes y adultos repitiendo tales dislates porque él es referente.
Se puede aceptar que el dominicano y la dominicano son campechanos, sencillos, directos, que no chabacanos, soeces ni imprudentes. Habla-alto, que no insultantes ni burlones. Muy gestuales, que no desarmonizados. Conversadores hasta empalagar, que no autoritarios…
Las tachas no son exclusivas de los pobres. No le atribuyan ese indeseable mérito.
El ex Presidente Antonio Guzmán Fernández (1978-1982) no tenía grandes luces intelectuales, igual que Mejía, pero diferente a éste, se parecía mucho al pueblo: apacible, cariñoso, sencillo, empático, tranquilo, de hablar cuidadoso y directo, Por eso, y por logros importantes durante su gobierno, todavía hoy lo recuerdan de manera positiva, pese a su suicidio en Palacio agobiado por la vergüenza.
El Presidente Salvador Jorge Blanco (1982-1986) era un reputado abogado; sin embargo, desde su campaña electoral hizo permanentes esfuerzos por parecerse a la gente común (compartir en ella en la esquina, comer con ella, hablar como ella), siempre evitando ofenderla con caricaturas mal hechas.
Mejía necesita aprender, para futuro, que cada escenario tiene su ritual. Y eso hay que respetarlo, sin dejar de ser uno mismo. Porque si fuera por el tipo de “autenticidad” que nos han querido vender como cebo de propaganda, entonces saludaríamos a un general con un “KLK, loco”; iríamos desnudos a Palacio y a la iglesia; le haríamos cosquillas al Cardenal, en plena misa; haríamos el amor en el parque Independencia y bailaríamos en una funeraria “En el cielo no hay hospital”, de Juan Luís Guerra… Y a Dios que reparta suerte.
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