Merecido el reconocimiento hecho por Participación Ciudadana y Transparencia Internacional al periodista Huchi Lora. Él es un profesional versátil de larga data, identificado con los mejores intereses del país y la lucha anticorrupción.
En el acto de declaración de los méritos, el coordinador general de la Organización No Gubernamental local, Francisco Álvarez, cayó sin embargo en un maniqueísmo innecesario que devino, a la vez, en un error conceptual recurrente ya en este país cuando galardonan a profesionales de tal envergadura en el área de la comunicación.
En su esfuerzo por enaltecer a Lora, achicó a los demás y se fue de bruces al confundir la disciplina Relaciones Públicas Gubernamentales con la corrupción periodística o adocenamiento ante el poder. Por lo menos así lució cuando aludió a quienes ofertan su fuerza de trabajo al Gobierno. Grave e imperdonable.
Debió parecer más reflexivo porque, aunque abogado, es hijo del destacado periodista Francisco Álvarez Castellanos, quien fue relacionista de la poderosa empresa Rosario Dominicana, explotadora del oro en los suelos de la provincia Sánchez Ramírez.
En su condición privilegiada debería saber, más que cualquiera, que ejercicio periodístico y corrupción no son vinculantes; además debió tener presente el carácter imprescindible del gerenciamiento de los procesos comunicacionales en las organizaciones públicas y privadas de estos tiempos, si apuestan al éxito. Y el Gobierno, en tanto sistema organizado, no debe ser excepción.
Ninguna institución podría prescindir hoy de la gestión de comunicación. Como ha dicho alguien: “Las organizaciones son redes conversacionales… comienzan por una conversación”.
Aunque siempre he dicho –y lo reitero— que la comunicación gubernamental aquí ha sido anárquica, carente de rigor científico y, por tanto, costosa y vulnerable a la corrupción, sostengo que no todos entran en el mismo saco y que es un avance, tímido aún, el desarrollo de las gerencias de comunicación en las instituciones del Estado. Y que en modo alguno ello implica un macabro plan para secuestrar la opinión pública.
Digo más: la corrupción y el desdibujamiento del periodismo es real, pero de ninguna manera es exclusivo de lo público; más bien es un remanente de la falta de institucionalidad y transparencia, y del latrocinio, reinantes en todos los sectores de la sociedad dominicana a causa de la pudrición del sistema.
Y no es mayor el tollo porque el Gobierno sirve de catarsis al fungir como principal fuente de empleos relativamente dignos, diferente a lo que pasa en la mayoría de los medios privados. Está enraizada la idea de empresarios de la comunicación que pagan salarios ridículos bajo la premisa de que sus empleados completarán sus ingresos con “payola” o chantajes.
Resulta insostenible, por tanto, la postura que divide a los periodistas entre delincuentes y serios, conforme estén o no en el gobierno de turno. No solo eso. Quienes así piensan oscurecen, en vez de transparentar, el panorama del ejercicio profesional del periodismo, y eternizan a aquellos que durante décadas, en todos los gobiernos, han hecho del periodismo un oficio de chantaje, mentiras y enriquecimiento ilegal rápido. Balaguer, en sus tiempos de presidente, es el mejor ejemplo: una caterva de comunicadores (incluidos ejecutivos) que lo acusaba de corrupto y asesino en los medios, recibían por lo bajo dos y tres apartamentos en cada proyecto inaugurado y, como si fuera poco, también eran beneficiados con contratas de obras, importaciones, exoneraciones, así como parcelas y fincas sin conocer el abecé de agricultura… Muchos de ellos, hoy, desde los palcos, pontifican sobre corrupción.
Así que el corrupto lleva siempre su etiqueta, a todas partes, noche y día, y puede estar o no en cualquier parcela política (incluida la de los independientes). Pero es dueño de una sinigual capacidad de encubrimiento favorecida por la tendencia dominante en el sistema de presentar como exitoso, prestigioso y serio a quien viva en el lujo y pueda zarandear fajos de papeletas en dólares y euros, sin importar si vienen del robo, la droga, la evasión, las exoneraciones, las mafias…
El flaco
No conozco a José Antonio Rodríguez; El Flaco, para sus amigos. No he libado tragos con a él. Ni sé de sus hijos, ni de su primera ni segunda esposa. Tampoco de su emoción al comprar con mucho esfuerzo su casona, su ruina; ni de su carrera de arquitectura. Ni idea tengo de su vida privada, pues no soy de su cercanía como ha escrito el periodista Juan TH.
Como persona vinculada al quehacer comunicacional, sí sé que es un artista, cantante y buen autor de letras. Creo –me perdonan si no acierto– que ha estado también ligado a la organización artística de las últimas ferias del libro…
Su designación como ministro de Cultura debe recibir un espaldarazo de la sociedad, según lo planteado en un artículo, hace una semana, su gran amigo y periodista de la oposición perredeísta, TH.
Las instituciones necesitan gerentes, gente con visión y voluntad para el trabajo. No genios ni súper dotados ni sabelotodo, como tal vez ha pensado el Presidente Medina al designar a Rodríguez.
Un segmento dominante de la sociedad, a través de sus voceros, ha soltado sin embargo una andanada de menosprecio contra el funcionario. Ninguna sorpresa para mí, pues tal despropósito es hijo de una visión clasista de la cultura (limitada a las salas formales de lujo) y de creer que los únicos con cerebros amueblados con ella, en este país, son tres señorones de su casta.
Chávez
Nadie sabe más del dolor insoportable que provoca el cáncer (CA) que quien lo padece. Nadie sufre más el sufrimiento del paciente que su familia más cercana. Los hijos, sobre todo.
El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, ha resistido cuatro cirugías de un CA que le ha hecho recidiva. Ahora mismo está en Cuba en situación –dicen– muy delicada. Adversarios le pronostican muerte inminente en esta ocasión, como si apostaran a ello. Solo los médicos saben; solo él sabe la profundidad de su dolor.
La enfermedad de Chávez entristece al pueblo dominicano sensato y amante de la gratitud.
El mandatario ha sido demasiado solidario con nuestro país. Alegan los contrarios del patio que no nos ha regalado nada. Cierto, si les compramos su mostrenca idea. Pero sin la creación suya de Petrocaribe y las facilidades de pago en el suministro de petróleo, casi seguro que este país habría registrado la misma catástrofe económica, política y social verificada en varios Estados de Europa.
Y aunque no fuese así, no anhelaríamos su deceso.
Amet en navidad
Como en cada temporada especial, de manera oportuna la Autoridad Metropolitana de Transporte (AMET) refuerza sus servicios con el montaje de operativos.
En el último tramo de diciembre, la tradición religiosa, el comercio y el pago del salario 13 a la empleomanía pública y privada se combinan para sacar a la gente de sus hogares y moverla cual manada desorientada. Así las cosas, no extraña el incremento en este tiempo de la morbimortalidad a causa de los accidentes de tránsito.
Sería, sin embargo, mucho más efectivo si planifica ahora para iniciar el 2013 con un abordaje integral, sostenido, del caos en el tránsito. Está claro que quizás la principal causa de los tapones en calles y avenidas del país es la indisciplina de los conductores y peatones, y la carencia de autoridad.
Pese a que el gobierno presidido por Leonel Fernández logró soluciones viales muy importantes, no las combinó con una reforma y fortalecimiento de la AMET y el impulso de una conciencia ciudadana sobre buen conducir vehículos de motor. Y por eso el aprovechamiento de tales obras no ha sido mayor.
Veamos algunos ejemplos de lo que sucede en todo el país: en los cruceros Máximo Gómez con Kennedy y 27 de Febrero, y en la esquina Ortega y Gasset con 27 de Febrero, varios letreros advierten: “No estacione”, “No pasajeros”. Pero el tránsito es un solo nudo porque los chóferes de carros públicos y autobuses y minibuses del transporte urbano e interurbano, se estacionan y dejan pasajeros cada minuto. Peor: sobre las dos intersecciones señaladas hay grandes cruces peatonales que hacen de adornos porque los transeúntes los obvian por no forzar sus pantorrillas; prefieren desperdigarse, desafiando a los miles de choferes locos e inhumanos que actúan como en la selva. Igual escena se vive en el kilómetro 9 de la carretera Duarte; en el puente Juan Bosch, a la entrada del elevado; en la 27 de Febrero hacia el elevado y la Leopoldo Navarro; en todas las carreteras del país…
Aquí los semáforos perdieron el sentido original; rojo, verde y amarillo indican que siga el paso. Las luces direccionales de los vehículos tampoco; si usted indica que doblará a la derecha o va de reversa, nadie cede; todos aceleran para bloquearle. Si es de noche, le encienden las luces altas reforzadas para enceguecerlo y provocar un vuelco. Las carreteras peligrosas como la del Cibao, son para pasear con un celular al oído o para competir a alta velocidad (patanas, camiones, autobuses, carros, jeepetas)…
Sufrimos un perfecto desorden, y, para aplacarlo, AMET urge de retomar su autoridad y credibilidad, sin violencia. La displicencia y arrogancia de muchos de sus agentes, a ratos la convierte en aliada de la anarquía predominante. Nosotros –conductores y peatones– también tenemos una cuota fundamental en la búsqueda del orden perdido. Porque tan culpable es el chófer que anda “como chivo sin ley”, como el caminante con complejo de vehículo que incumple las señales dispuestas para él.
Si todo el mundo respetara los derechos de los demás, el tránsito fluyera tranquilo, con menos trancones, insultos y espantos. Y en 2011 no habría muerto tanta gente en accidentes de tránsito (2,256).
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