Héctor (Pirrín) Féliz, diputado de mi pueblo, acaba de recomendar al jefe de Policía, José Polanco Gómez, que “cuando ustedes vayan a darle pa’ abajo a los delincuentes, no se dejen grabar de los medios”. Y lo ha hecho en pleno Congreso, en público, durante una reunión de la Comisión de Interior y Policía de la Cámara Baja.
Confieso que carezco de una concepción cristiana sobre el destino de los ladrones-asesinos, violadores de mujeres y varones –sin importar la edad–, sicarios, narcos y terroristas. Diferente a mi madre Zoraida, quien allá en Pedernales, hasta el último hálito de su vida, rogaba dejárselo todo a Dios, mientras yo, sin vocación para el humor, siempre le replicaba que “a ese hombre del cielo hay que darle su ayudaíta”.
Estados Unidos, Cuba y otros países tampoco son tan condescendientes con delincuentes de esa calaña. Incluso, he escuchado a presidentes estadounidenses anunciar sin atragantarse que matarán a tal o cual terroristas que haya atentado contra los intereses de la potencia del norte. Y sé que a Nueva York no lo limpiaron con caricias a los bribones.
Me sobran razones para sostener esta posición: Hace cerca de dos años que, a cien metros de casa, a la entrada de una marquesina, mi hija mayor fue tirada al suelo por un malandrín que le gritaba por la cartera mientras amenazaba descargarle una pistola en la cabeza. Otro malhechor le esperaba sin empacho sobre un motor 115 encendido. Una vecina que vio la escena, comenzó a gritar desesperada. El truhan corrió. Soltó dos tiros al aire. Se montó en la moto. El diestro conductor aceleró y a dos esquinas se detuvieron pistolas en manos para contrarrestar una posible persecución de los vecinos que nunca llegó (la solidaridad de los barrios no es usual en los residenciales de clase media).
Antes de este hecho, son incontables las experiencias particulares y de otros con rateros. Después del suceso, la zozobra ha sido mayor y he ejercitado más el andar por la ciudad y el dormir con la actitud atribuida a “la guinea tuerta”: siempre “chiva”, muy atenta.
Pero nunca pierdo de vista que la civilización, la educación doméstica y la academia establecen límites. Por lo cual no socializo todo lo que me pasa por la cabeza en mis momentos de calentura. Siempre trato de trabajar en frío, apelando a la razón. Me cuido de exponer a los públicos a mis emociones desmedidas, cuando me brotan.
No me imagino gritando en un medio de comunicación que la Policía debe “darle pa’ abajo a los ladrones; eplotarlos, reventarlos”, por más que en lo personal y familiar haya sido afectado por ellos. Porque soy uno de los dos o tres privilegiados entre los 7 mil millones de habitantes del mundo, dispuestos para construir y difundir mensajes masivos, y lo que diga, tendrá impacto en las psiquis de mucha gente.
Por una responsabilidad social insoslayable, y por ética, no me creo entre los periodistas con licencia para mentir, insultar, gritar, corromper, manipular informaciones, chantajear ni, mucho menos, mandar a matar con una metodología específica.
Un legislador debería asumir una postura similar, en tanto hombre público, delegado por un segmento de los votantes para hacer leyes, sin exigirle más requisitos que estar vivo, con sueldo y dietas de lujo, exoneraciones para vehículos onerosas, pasaporte diplomático y otros extras de gran valor.
Pirrín prefirió otro camino. El diputado perredeísta por mi pueblo optó por el trillo de la irracionalidad, donde abunda el peligro.
Recomendarle al jefe de la Policía, en pleno Congreso, que mate y mienta, constituye un atrevimiento sin parangón en países donde la democracia funcione mínimamente. Y no es que matar y mentir sea raro en los ámbitos policiales, ni que el parlamento nuestro sea un santuario de honorables, y él un excepcional poseído por los demonios. No. Es que Pirrín, hasta hace una semana, desde su escaño en el hemiciclo, parecía sordo, mudo, ciego y hasta con dificultades para comunicarse en el lenguaje de las señas.
Su destape en este tiempo de Navidad, el milagro de su palabra, ha sido para embarrarlo todo. Desde un espacio tan solemne, sin que el país le otorgara licencia para ello, ha refrendado la empresa del sicariato y los asesinatos extrajudiciales de los delincuentes por parte de banditas dirigidas por oficiales. Malo. Y peor, pues sin darse cuenta abre la brecha para que también sean eliminadas personas inocentes (y después de muertas calificadas como bandidas) solo por caerle pesadas a algún policía antisocial o celoso.
Su “sano consejo” en modo alguno alienta la solución al grave problema de la inseguridad pública. Mejor la atiza. Con su despropósito, a leguas evidencia desconocimiento supino acerca de las causas del problema social, las cuales van desde el modelo de éxito enarbolado por el sistema, la globalización, la situación socioeconómica, la corrupción privada y pública, la complicidad comunitaria por omisión o comisión, falta de institucionalidad, putrefacción policial…
Pirrín no se pertenece. Él representa a una población laboriosa digna de mejor suerte, como Pedernales. A nombre de ella debería arrodillarse y pedir perdón al país.
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