A estas alturas no cabe duda de que la oposición venezolana ganó de manera abrumadora las elecciones del domingo 28 de julio. Por demás, ganó ventajosamente en todo el país, lo que quiere decir que la gran mayoría del pueblo venezolano, más allá de divisiones regionales o sociales, quería un cambio que pusiera fin a la era chavista en Venezuela. Los resultados electorales que muestran las actas en manos de la oposición, las cuales representan alrededor del 80%, reflejan esa voluntad de cambio del pueblo venezolano.
Ha pasado un cuarto de siglo desde que el coronel Hugo Chávez, tras su triunfo electoral en 1999, emprendiera la denominada “revolución bolivariana”, con su proyecto de socialismo del siglo XXI, liderando una gran movilización populista de “los de abajo” contra “los de arriba” en el contexto de un sistema político en crisis y el colapso de los partidos tradicionales. Tras la muerte de Chávez a principios de 2013, las riendas las tomó el presidente Nicolás Maduro, quien ha gobernado de una manera cada vez más autoritaria, represiva e incompetente.
Tras múltiples intentos de la oposición venezolana por estructurar un proyecto alternativo viable, esta vez, con el liderazgo de María Corina Machado, se produjo lo que tal vez nadie pudo visualizar un año atrás, esto es, la formación de una amplia coalición política que probó tener una gran capacidad de movilización social y la habilidad suficiente para superar los interminables obstáculos legales que le puso el régimen de Maduro a los líderes opositores. El resultado ha sido un verdadero sunami político que parece haber tomado por sorpresa completamente a un régimen que se había caracterizado por mantener a la oposición permanentemente contra la pared sin mucho margen para la acción política.
El Consejo Nacional Electoral (CNE), parte de una estructura política y militar que responde completamente al régimen, no perdió tiempo en declarar a Maduro ganador de las elecciones presidenciales. En un acto grotesco de proclamación de ganadores y perdedores sin el más mínimo respeto a las reglas de la transparencia en materia electoral, el CNE cambió de un plumazo la dinámica política al poner a la oposición en la difícil situación de tener que defender su triunfo en las calles y las plazas venezolanas ante la ausencia total de mecanismos institucionales -órganos electorales, cortes de justicia, espacios de negociación- en los que pueda reclamar pacífica y legalmente su victoria electoral. A partir de ahora, la estrategia del régimen será ganar tiempo, controlar aún más los resortes del poder, jugar al desgaste de la oposición y contar con que los problemas en otras partes del mundo harán olvidar el matadero electoral que acaba de tener lugar en Venezuela.
En ese contexto, la idea de un posible diálogo y una concertación entre el gobierno y la oposición para encauzar la transición democrática, lo que sería la mejor vía para Venezuela, parece estar fuera de lugar. El régimen no tiene interés alguno en presentar las actas verdaderas de votación ni de reconocer el triunfo de la oposición, algo irrenunciable en las presentes circunstancias. Lo que parece venir es la represión física de la oposición, el encauzamiento judicial de sus principales líderes y la militarización mayor de los espacios públicos con el fin de desarticular el movimiento que puso en jaque mate al régimen de Maduro.
Ante el reclamo de numerosos gobiernos de la región, incluyendo el nuestro, de que se verifiquen las actas de votación, pedido justo y moderado, el régimen de Maduro invoca una versión perversa de la soberanía nacional según la cual a su gobierno hay que dejarle hacer lo que quiera, incluyendo desconocer impunemente la voluntad popular. Así, de manera desconsiderada y prepotente, el gobierno venezolano expulsó a las delegaciones diplomáticas de esos países latinoamericanos donde precisamente ha ido a parar una gran parte de los siete millones de desplazados que han tenido que salir desesperados de su país. El régimen quiere que no haya escrutinio, ni transparencia, ni rendición de cuentas, todo envuelto en el risible alegato de que los reclamos de esos gobiernos democráticos latinoamericanos responden a los dictados del imperialismo yanqui.
La situación es sumamente crítica para la oposición venezolana, la cual se preparó para ganar las elecciones, pero no necesariamente para lidiar con una situación como la que se le ha presentado. Al pasar a la defensiva, la oposición corre el riesgo de entrar en un proceso de agotamiento de sus energías políticas, fatiga física y dispersión, sometida, como está, al hostigamiento y la represión. En el esquema del régimen no hay espacio para la alternancia política ni para hacer concesiones a la oposición, a sabiendas de que en otras ocasiones ha podido salir adelante ignorando las demandas por la democratización política. De hecho, las legítimas protestas sociales le dan al gobierno la excusa perfecta para incrementar su represión en nombre del “orden” y la “paz pública”.
El régimen de Maduro sabe también la debilidad de la comunidad regional para hacer algo efectivo a favor de la democracia. Lo que sucedió en la OEA a mediados de semana es una muestra elocuente de la falta de compromiso con la democracia y la inoperancia de los instrumentos regionales para la defensa colectiva de la democracia, como la Resolución 1080 y la Carta Democrática Interamericana. Con una invocación hipócrita de respeto a la soberanía nacional, muchos de los gobiernos de la región simplemente dejan hacer y dejan pasar y ni se inmutan siquiera ante un caso como este en el que, de manera tan patente, se han violado los más elementos derechos de una vida democrática.
Es una lástima que los gobiernos democráticos de izquierda, entre estos notablemente los de Brasil y Colombia, no hagan más en defensa de la democracia venezolana y la transmisión pacífica de mando. A Ignacio -Lula- da Silva parece que se le olvidó cómo la comunidad internacional se volcó a su favor cuando la ultraderecha civil y militar de su país intentó darle un golpe de Estado. Lo mismo puede decirse de Gustavo Petro, quien llegó al poder por la vía democrática con un amplio respaldo interno y externo, a pesar de la resistencia de muchos por su pasado guerrillero. El caso de Gabriel Boric en Chile es distinto, pues él sí ha mostrado recurrentemente su compromiso con la democracia y los derechos humanos.
Aunque la oposición venezolana mostró que tiene el respaldo de la inmensa mayoría del electorado y que, por tanto, obtuvo en las urnas el derecho a gobernar, ella por sí sola no podrá quebrar la impenetrable estructura de poder civil y militar que sustenta el régimen de Maduro. Dejada a su suerte, será muy poco lo que pueda lograr más allá del mérito de haber probado que la gran mayoría del pueblo venezolano desea un cambio de régimen.
En ese contexto es que los gobiernos democráticos de izquierda, junto a los demás gobiernos latinoamericanos comprometidos con la democracia, están llamados a jugar un papel estelar en la defensa de la democracia haciendo caso omiso a la verborrea nacionalista del régimen de Maduro. Tal vez así -y sólo tal vez-, se pueda comenzar a trillar un camino que conduzca, más temprano que tarde, al fin del autoritarismo para dar paso a una nueva etapa política en la que, es de esperar, resurja la democracia, la prosperidad y el pluralismo político en Venezuela.