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Víctor Almonte y una conversación inolvidable junto al Atlántico

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Henry Molina.

Henry Molina.

Visité Puerto Plata por primera vez en el año 1978. Iba acompañando a mi padre quien, a la sazón, promovía su candidatura a Diputado Independiente por el Partido Reformista; eran los tiempos de los primeros escarceos de unificación entre reformistas y social-cristianos.

Contaba yo con 11 años durante aquel viaje y, a pesar del tiempo que ha transcurrido desde entonces, dos imágenes permanecen indelebles en mi cabeza. La primera es la de un enorme barco crucero que se encontraba anclado en el muelle (en un tiempo en que esto no era una visión de todos los días) y la segunda, la casa de un abogado muy culto que vivía en el pueblo, se trataba del Doctor Víctor Emilio Almonte Jiménez (5 de abril de 1921 – 5 de enero del año 2007).

Almonte, como era conocido en Puerto Plata, vivía en una casa de madera muy bien decorada. En mi memoria permanecen las nobles estanterías llenas de libros que poblaban toda la casa. Entre los presentes aquel día, además de mi padre y yo, se encontraban el Dr. Pedro A. Green, Danilo Escoto y otras personas más. Todos hicimos un círculo alrededor de Don Víctor quien demostró ser un conversador exquisito y muy instruido; en cada tramo de la conversación hacía referencia a un libro que se apresuraba a señalar en su biblioteca.

Me impresionó enormemente que dijera que era de poco dormir, que se levantaba de madrugada y que salía muy temprano a dar vueltas en su carro por el malecón de Puerto Plata.

En algún momento de la conversación, alcanzó en uno de los estantes un libro de caratula dura y azul, sobre el cual hizo varias referencias. Días después, mi papá dejó aquel libro en el estante que estaba en la habitación que compartíamos mis hermanos y yo. Recuerdo haberlo tomado en mis manos en algún momento. Fue la primera vez que toqué un libro de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, se trataba de un ejemplar de “Finanzas en la Isla de Santo Domingo”, obra que pude leer cuando ya fui un adulto pues, a mi corta edad no pude entender, pero que despertó en mi un anhelo.

En el camino de regreso hacia Santo Domingo, todos comentaban admirados sobre las horas que compartimos con Almonte. Mi papá aportó interesantes anécdotas sobre Don Víctor, como la del litigio que ganó siendo abogado para Brugal; o una que me causó mucha gracia, la del viaje que hizo a Ginebra como delegado patronal del país durante la Conferencia Internacional del Trabajo, celebrada en mayo de 1972 en Suiza. En dicho viaje, compró dos relojes; a uno le puso la hora de Puerto Plata y otro le puso la hora de Suiza.

Sin dudas, hay personas que con pequeñas acciones y sin proponérselo impactan nuestras vidas, como el Dr. Almonte en aquella visita, donde aunque todos teníamos experiencias distintas de vida, máxime yo, quien era apenas un niño, dejan una grata e inolvidable impresión en nuestro ser, contribuyendo así a despertar el deseo por cultivar un aprendizaje que un día pudiese llegar a asemejarse al que él logro acumular durante su vida, y quizás si proponérnoslo impactar la de otros.

Desde entonces, cada vez que regreso a Puerto Plata, mis recuerdos reviven aquella inolvidable conversación a orillas del Atlántico.

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