Como era de esperar, fanáticos del béisbol, medios de comunicación y el público en general se han enfocado en estos días en la significación que innegablemente tiene la exaltación de Vladimir Guerrero al pabellón de la fama de Cooperstown y la algarabía por este acontecimiento ha sido inmensa.
Es un hecho de trascendencia en la historia del béisbol de Grandes Ligas y para la República Dominicana tiene una importancia especial, en vista de que con Vladimir son tres los jugadores nativos que han alcanzado ese supremo galardón, en vista de que a Cooperstown llegaron primero sus compatriotas, los lanzadores Juan Marichal y Pedro Martínez.
Fuera de su amplio historial y sus record medidos en números y estadísticas como jugador de posición, reconocidos, ponderados y determinantes para haber alcanzado tan alto sitial, Vladimir Guerrero ha sido además un ser humano con grandes méritos por su humildad y nobleza personal. La fama no logró disminuir y mucho menos desvanecer su pasta de hombre que supo sobrevivir e imponerse frente a los difíciles días de precariedades y limitaciones materiales que le tocó vivir.
Sus breves palabras en la ceremonia de Cooperstown, que prefirió pronunciar de forma improvisada en lugar de un texto que le habrían preparado, no fueron una pieza de elocuencia si se mide por los parámetros tradicionales, pero tuvieron la fuerza emocional del hombre auténtico que no anda con poses o rodeos, sino que habla en su lenguaje habitual y que, en consecuencia, no teme a las incomprensiones y los juicios destemplados.
Como si hubiera querido adelantarse a aquellos pocos que por mezquindad estarían más atentos a su forma de hablar que a su trayectoria deportiva y su exaltación a la inmortalidad — un logro que debe enorgullecer a todo el pueblo dominicano— Vladimir había dicho que siempre su bate era el que hablaba por él, y con contundente lenguaje y claridad, agregamos nosotros.
De esta manera aludía a su calidad de bateador efectivo al que los pitcher no sabían cómo lanzarle para evitar que hiciera impacto con la bola, ya que Vladimir lograba batear hasta las bolas malas y en no pocas ocasiones disparar jonrones.
Pedro Martínez, quien se hizo responsable de él cuando llegó a Grandes Ligas, dijo que Vladimir era impredecible y difícil de sacar de circulación, porque los lanzadores no sabían cuándo éste iba a hacer swing y por eso no alcanzaban a convenir si le pichaban adentro o afuera.
Coherente con lo que ha sido su vida y su manera de ser, en la parte inicial de su intervención tuvo reconocimientos y expresiones de gratitud para su madre, su padre, sus compañeros de juego y a todos aquellos que a lo largo de su carrera contribuyeron a la historia de éxitos que culminó con su llegada a Cooperstown.
En ese breve pero expresivo recuento, uno de los momentos más emotivos fue cuando mencionó a Don Gregorio, el pequeño pueblo de Nizao en que Vladimir nació y creció, no siempre con la suerte de su lado, hasta que la vida y su esfuerzo le permitieron convertirse en un gran beisbolista.
Martínez, quien lo vio crecer hasta alcanzar números sobresalientes, narró que Vladimir disfrutaba intensamente el juego y por eso en cada una de sus actuaciones se esforzaba entregando el 100 por ciento de su potencial, condiciones y habilidades como experimentado jugador.
Por todo esto, Vladimir es reconocido y admirado, no solo por su llegada al emblemático y encumbrado Cooperstown, sino por ser un ejemplo de vida para aquellos que se inician como prospectos del béisbol y hasta para veteranos que pierden a veces las perspectivas y se dejan deslumbrar por el éxito y las alabanzas episódicas que el tiempo diluye.