El ejercicio de la vocería política, en cualquier democracia madura, debería sustentarse en valores de transparencia, ética y profesionalismo. Sin embargo, en el plano local, esta práctica presenta una serie de desviaciones que socavan la confianza pública y debilitan las instituciones.
En el caso de la República Dominicana, esta problemática se agrava por la proliferación de intermediarios informativos que ocupan espacios de vocería, muchas veces con dudosa credibilidad y agendas ocultas, en un ecosistema mediático desregulado. Esta situación genera un control de la narrativa política que afecta directamente la calidad del debate público.
Para el socólogo Manuel Castells, autor de Comunicación y poder (2009), el poder se basa en el control de la comunicación y la información, ya sea en el macropoder del Estado como de los grupos de comunicación o el micropoder de todo tipo de organizaciones. Este planteamiento enfatiza cómo el manejo de la información puede impactar en la calidad de la democracia, especialmente cuando las instituciones no ofrecen un marco regulador eficiente.
La ausencia de contrastes y la poca disposición al diálogo generan un ambiente donde los mensajes no se someten al escrutinio crítico. En este entorno, los emisores más audaces moldean la opinión pública con facilidad, mientras las voces discrepantes son silenciadas o ignoradas, perpetuando narrativas dominantes basadas en intereses particulares y no en el colectivo.
Los partidos políticos pudieran considerar más rentable contar con redes de mercenarios digitales que establecer estructuras profesionales para la comunicación masiva. Esto envenena las arterias de la democracia y convierte a irresponsables en referentes, a quienes luego se les otorgan beneficios y espacios de poder público.
Uno de los fenómenos más alarmantes es la presencia de “comunicadores” que, sin un compromiso ético claro, manipulan la información para construir estados de opinión polarizados. Además, cometen torpezas como socavar la credibilidad del sistema de compras públicas del Estado, que debe ser observado con ojos críticos, pero no irresponsables.
Una cadena de denuncias frecuentes de adjudicaciones —que a veces tiene visos de terrorismo sicológico para los proveedores— genera la percepción de que todo cierre de contrato es una evidencia de corrupción, favoritismo y despilfarro. Irónicamente, cuando la oposición asuma el poder, enfrentará un campo minado y el reto de reconstruir una confianza que también contribuyó a destruir. Esto debilita un sistema que encarna una de las reformas más importantes del Estado en las últimas décadas.
Iñaki Gabilondo, reconocido periodista, lo ha expresado claramente: “En las inundaciones, lo primero que escasea es el agua potable… Y cuando hay inundaciones de información, lo primero que escasea es la información potable”. Este comentario resalta la urgencia de priorizar la calidad y responsabilidad en un entorno saturado de información.
El derecho a réplica, piedra angular de cualquier sistema de comunicación democrática, también atraviesa una crisis. Numerosos ciudadanos afectados por denuncias infundadas optan por no reaccionar debido a la desconfianza en las plataformas mediáticas. Esto perpetúa un ciclo de desinformación que impacta negativamente la percepción pública.
El socólogo Zygmunt Bauman, en su libro Amor líquido: Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos (2003), advierte que «la ‘red’ de relaciones humanas […] es hoy la sede de la ambivalencia más angustiosa». Esta observación es especialmente pertinente en un entorno donde las conexiones informativas están mediadas por intereses contradictorios y la manipulación es común.
Aunque las redes sociales han democratizado el acceso a diversas fuentes, también han fomentado un entorno desregulado y éticamente cuestionable. A pesar de la abundancia informativa, la polarización cierra las puertas al diálogo entre ideas opuestas. Claire Wardle, investigadora en desinformación, advierte que “vivimos en un contexto de infodemia y esto requiere que nos tomemos la información en serio”.
Nuestros análisis frecuentes en redes sociales revelan que actores políticos mantienen “granjas de perfiles falsos” para autopromoción inorgánica. En paralelo, otros sectores invierten en redes de influencia que capitalizan para moldear narrativas políticas. Este escenario contribuye a un entorno digital dominado por un activismo político agresivo.
Es indispensable impulsar una vocería política que responda a los principios de transparencia, profesionalización y rendición de cuentas. Esto implica establecer mecanismos para declarar intereses, desarrollar programas de comunicación ética y sancionar la desinformación. Estas medidas no deben verse como una postura oficialista, sino como un esfuerzo por fortalecer la democracia.
La vocería política es un pilar esencial de la democracia. Recuperar la confianza en el ecosistema informativo es una necesidad impostergable para promover una participación ciudadana efectiva. ¿Es mucho pedir invocar una comunicación ética y responsable donde la información sirva al interés público y no a intereses particulares?
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