El australiano Julian Assange y su portal Wikileaks han puesto patas arriba a la diplomacia estadounidense y, quizá, hasta la mismísima estructura de poder del imperio. Imposible negar el hervidero internacional tras la publicación de los primeros 2,500 telegramas secretos de sus embajadores en el mundo al Departamento de Estado. Quién sabe si, inclusive, todo esto habría puesto a los estrategas de país de norte a experimentar otras fórmulas de elaboración de informes diplomáticos más sosegados.
Pero plantear que ello implica la refundación del periodismo es otro atrevimiento oportunista de quienes hace mucho no duermen en su afán por desnaturalizar tan exigente arte y oficio.
Ellos son los mismos que han auspiciado la invasión a los medios (los electrónicos, sobre todo) de cuanto avivato aparezca con dinero, acomodando a su conveniencia el sagrado derecho humano a la libre expresión del pensamiento.
Según su especulación teórica, en aras de la libertad y la democracia, nadie puede impedir que cualquier aventurero sin formación académica en el área y sin ética produzca los contenidos putrefactos que consumen por segundo los perceptores sin capacidad crítica, que son muchísimos. Y será periodismo toda la información que alguien ponga a circular por la “democrática” Internet.
No es noticia un telegrama, ni lo son los 250,000 con los que amenaza Assange; como tampoco fueron el derrumbe del Muro de Berlín ni el acto terrorista contra las Torres Gemelas. No lo es aunque se lo envíen a Jesucristo. Puede ser, eso sí, un insumo, una información que sirva para la construcción del relato, que no es lo mismo ni es igual. Tampoco es noticia toda información o especulación que circule por la red de redes.
Confundir desde el inicio el hecho objetivo con el proceso de semiotización del hecho es una travesura conceptual que lo daña todo en desmedro de los objetivos primarios de la disciplina: servir información profesional veraz a la sociedad para que pueda adoptar decisiones oportunas en su cotidianeidad. Y ese retorcimiento dañino, pienso, sucede una vez más ahora.
Cuidándose de este desacierto, el rotativo español El País construyó noticias a partir de los telegramas que le proveyó Wikileaks, aunque en su afán de difundir primicias se fuera de bruces y obviara principios éticos que aconsejan la verificación y la consulta a las personas mencionadas como corruptas y chantajistas.
La embajada de Estados Unidos aquí ha emitido una nota en la cual advierte que los informes remitidos por los diplomáticos contienen subjetividades que no responden a las políticas de su gobierno. No solo eso. Tira la toalla al Presidente Fernández, a quien le reconoce esfuerzos por controlar la corrupción. Mientras la empresa extranjera Forbes Energy, mencionada en los informes, anuncia que quiere seguir invirtiendo aquí.
Es decir, la legación no valida –en público, al menos– la certeza de algunos contenidos de los telegramas, y la empresa extranjera deja entrever que hay un adecuado clima de inversión, contrario a la versión que le atribuyeron diplomáticos.
Queda claro, entonces, que por muy europeo y prestigioso que sea, El País no estaba eximido de tomarse su tiempo para indagar y así, por lo menos, quitarle a la Embajada y a los afectados la posibilidad de una respuesta como la citada, la cual, aunque brumosa, supone en el fondo un cuestionamiento ético al impreso español. Como queda claro que la puesta en Internet de telegramas puede ser cualquier otra cosa. No periodismo.
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