Durante seis minutos y veinticuatro segundos -un breve instante previo al desenlace trágico de su vida-, Salvador Allende pronunció un discurso que cerró simbólicamente un experimento político novedoso en América Latina y el mundo -el socialismo en democracia- que duró algo menos de tres años desde su ascenso al poder el 3 de noviembre de 1970 hasta el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Cincuenta años después sus palabras siguen resonando, ya que adquirieron la extraña y peculiar condición de haber capturado y darle sentido a un momento dramático que marcó un hito en la historia del pueblo de Chile.
Con “el metal tranquilo” de su voz y una serenidad que todavía deslumbra y desconcierta por el fuego enemigo al que estaba sometido el Palacio de la Moneda y su propia decisión no revelada en ese momento de quitarse la vida, Allende recoge dos sentimientos que muy pocas veces pueden conciliarse en un texto de la vida real en una encrucijada trágica como la que él vivió. Por un lado, el sentimiento de derrota y decepción, y, por el otro, el sentimiento de esperanza y fe en que las cosas, a pesar de la desolación del momento, habrían de cambiar.
Se trata de un texto a la vez sencillo y complejo. No cayó en el victimismo, aunque haya quien piense que el suicidio fue un acto victimista, pero fue más bien un acto heroico como respuesta al pedido militar de que renunciara y a la casi segura muerte por parte de los golpistas. Tampoco cayó en el otro extremo, en la proclama revolucionaria, vacía y grandilocuente, de la inevitabilidad del socialismo y la revolución, sino que, con palabras sobrias pero esperanzadoras, simplemente dijo: “Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”. En ese “tránsito histórico” en el que fue colocado, según sus propias palabras, no apeló a conceptos propios de la ideología de izquierda de esa época, sino a uno con verdadera vocación universal: la dignidad del hombre.
Si se compara el proceso chileno con los procesos de los países vecinos que también vivieron experiencias de golpes de Estado, no hay ningún otro como Chile que tenga un momento tan dramático y conmovedor como el que vivió Allende, ni tampoco una figura como este que condensara, en su propia persona y en sus palabras aquel día en La Moneda, el trance que vivieron esas sociedades ante la irrupción brutal y avasallante de los militares en la política. Irónicamente, los países “más civilizados” de América Latina -Argentina, Uruguay, Chile- fueron los que tuvieron las dictaduras más sangrientas y despiadadas entre las tantas que tuvo nuestra región en las décadas de los sesenta y setenta.
Desde luego, no se trata aquí de reivindicar todo lo que aconteció durante el gobierno de la Unidad Popular que encabezó el presidente Allende. Aunque este proyecto político estuvo inspirado en la idea de hacer una transformación socialista en democracia, a diferencia de los regímenes totalitarios que marcaban el socialismo en esa época, no menos cierto es que los líderes de ese proceso incurrieron en “el izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo”, para citar a Lenin. Asumiendo que haber llegado al gobierno era suficiente para realizar transformaciones radicales, estos no fueron capaces de entender los límites de la democracia, la cual requiere negociación, construcción de consensos y reconocimiento de la pluralidad de actores políticos y sociales. La fascinación con la Revolución cubana y con la figura de Fidel Castro, quien, dicho sea de paso, tuvo su alta cuota de responsabilidad en la exacerbación del ambiente político chileno durante ese período, hizo que ciertos grupos y partidos políticos dentro de la coalición gobernante actuaran de modo tal que desnaturalizaron la propia idea del socialismo en democracia.
De su parte, el gobierno de Estados Unidos, obsesionado con el fantasma del comunismo en el contexto de la Guerra Fría, entendió que no debía dar tregua ni siquiera a un experimento de este tipo, por lo que decidió socavar las bases de ese régimen desde su propio nacimiento. Kissinger, quien todavía anda dando lecciones sobre qué hacer en Ucrania y en todas partes del mundo, fue clave en el enfoque hostil y desestabilizador que desarrolló el gobierno norteamericano en relación al proceso chileno. A su vez, la derecha chilena también articuló una estrategia de sabotaje y conspiración constante que hizo insostenible el proyecto de la Unidad Popular. El resultado no podía ser otro que la polarización extrema, la confrontación y, en último término, el recurso a la violencia.
Tras el golpe de Estado, el régimen militar encabezado por el general Augusto Pinochet desató una represión de una magnitud tal que todavía sigue saliendo información que espanta a cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad. La crueldad fue extrema. Pero también fue un régimen que impulsó ajustes y reformas de corte liberal que hicieron más eficiente el sistema económico, además de controlar el proceso político-institucional, al punto que fue, tal vez, el único caso cuya transición a la democracia fue tutelada por el propio régimen militar, el cual implantó instituciones y procedimientos en la Constitución que le garantizó una cuota de poder luego del retorno a la democracia en 1990. De hecho, la nueva coalición gobernante -la llamada Concertación- coexistió con Pinochet como jefe de las Fuerzas Armadas hasta que este finalmente cayó en desgracia perseguido personalmente por actos de corrupción y violación de derechos humanos. Irónicamente, los demócratas chilenos tuvieron que defenderlo en 1998 ante la intención del juez español Baltazar Garzón de lograr su extradición desde Gran Bretaña mediante el ejercicio del principio de la jurisdicción universal.
Tras casi tres décadas (1990-2018) de estabilidad, transformación económica y gobernabilidad, período en el que gobernó principalmente una concertación de partidos de izquierda, centro y centroizquierda, con alternancia en el poder de una derecha democrática, en Chile se produjo una disrupción de la vida política a partir de grandes protestas en contra del modelo que, según el criterio de muchos en el propio Chile y en el resto de la región, había funcionado de manera exitosa, pero que había generado insatisfacción en las nuevas generaciones que demandaban mayor bienestar y oportunidades y el fin del modelo constitucional con sello pinochetista. Los nietos de la generación de los setenta llevaron a cabo esa contestación social y política, lo cual le abrió las puertas hacia el poder con el liderazgo del actual presidente Gabriel Boric, quien ha dado muestras fehacientes de sus convicciones democráticas, aunque su récord, hasta ahora, no ha sido del todo exitoso, pero falta tiempo para dar el veredicto final a su gobierno.
En todo caso, Allende tuvo razón: más temprano que tarde se abrieron las grandes alamedas y Chile recuperó su democracia, por lo que, en este Cincuenta Aniversario de aquel horrendo golpe militar, sólo queda desear que el pueblo chileno y sus fuerzas representativas encuentren las formas de generar consensos, aceptarse mutuamente en un ambiente de pluralidad, avanzar en lo económico y lo social, así como consolidar la democracia y la protección de los derechos de todos.