Fui criado en una casa esquinera con un gran patio con guayabas (una criolla para dulces y otra injerta para comer), aguacates, tamarindos, toronjas, crotos y gallegos (Aralia Ming), rosas, flor de mantequilla, cayenas, begonias y enormes pinos criollos, un cují, un shashá (Albizia lebbeck) y al frente un bello almácigo.
Las sombreadas calles eran frecuentemente fumigadas con nubes de DDT que los niños aspirábamos sin idea del daño. Tractorcitos del Ayuntamiento barrían calles y aceras con escobillones circulares seguidos de otros que lavaban asfalto y concreto. En las mañanitas con neblina cuando los cargueros entraban o salían del Ozama, a varios kilómetros, oíamos sus graves sirenas.
Pese a las fumigaciones, mis hermanos y yo conocimos insectos, reptiles y plantas que mis nietos sólo ven en televisión, como las cigarras y sus mudanzas de piel; ranas, lagartos prietos escamosos de nariz rojísima; asombrosos morivivíes. También grillos, esperanzas, mariposones, mariapalitos (neópteros), libélulas, chinches hiedevivos (Nezara viridula), arañas, ciempiés y alacranes. Hace apenas seis décadas los jardines capitaleños enseñaban mucho. Hoy parecen eriales.
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