Los hermanos De La Salle me educaron en la apreciación de la cultura popular dominicana, bailando carabiné y mangulina en el Colegio De La Salle en Santiago. Luego asistí a los magníficos festivales folklóricos auspiciados por mi tío, el Dr. Rafael Cantisano Arias, en La Isabela, Puerto Planta.
Por eso, me asombra el escándalo que causa la celebración en Semana Santa -como es habitual en la República Dominicana desde mucho antes de cuando Cuca bailaba- del gagá, un conjunto de rituales religiosos, acompañados de música y danza, y que se originan en la música rará trasplantada por los inmigrantes haitianos a los cañaverales dominicanos. Se ha demandado la prohibición de esta tradición popular más vieja que el racá.
Aunque esta farisea barahúnda acontece porque la “cuestión haitiana” es tema por excelencia para muchos, debemos recordar que, desde los años 1970, esta expresión cultural y religiosa viene siendo investigada y cultivada por destacados folcloristas, antropólogos, historiadores y artistas (Fradique Lizardo, Dagoberto Tejada, Carlos Andújar, Geo Ripley, Jesús Nova, José Castillo Méndez, Roldán Mármol, etc.), y hay hasta quienes concluyen que definitivamente hay un gagá dominicano.
Sin embargo, sean haitianas, dominicanas o domínico-haitianas, estas expresiones no pueden ser prohibidas por el Estado al ser tuteladas por la libertad de cultos y, sobre todo, por la libertad cultural, pues la Constitución garantiza “la libertad de expresión y la creación cultural”, promueve “la diversidad cultural” y “las diversas manifestaciones y expresiones […] artísticas y populares de la cultura dominicana” y reconoce “el valor de la identidad cultural, individual y colectiva” (artículo 64).
Lamentablemente desde los 1980 se ha impuesto el nacionalismo racista de Joaquín Balaguer, que, como bien ha explicado Michel Baud, va más allá del nacionalismo histórico de Manuel Arturo Peña Batlle, quien nunca aseveró que República Dominicana fuese una nación de seres “constitucionalmente blancos” (Moscoso Puello), que degeneraría biológica y culturalmente con su contacto con los haitianos.
Paradójico este furor contra el “foráneo, vulgar y rastrero” gagá ya que los encolerizados gustosamente celebran todos los años Thanksgiving, Halloween y Black Friday. Adrede también ignoran que el merengue, la bachata y el tango fueron durante mucho tiempo danzas prohibidas, “dirty dancing” ofensivo de las buenas costumbres.
No deberíamos asumir una perspectiva “esencialista” (Ana Feliz Lafontaine) de la identidad cultural dominicana ni verla como algo fijo, ni tampoco al margen de la comunidad dominicana transnacional, como bien enfatizan los intelectuales de la diáspora (Silvio Torres-Saillant) y de una “interculturalidad” articulada como sistema de derechos tutelados por un Estado garantista (Pablo Mella). La cultura en la Constitución es popular, diversa y no discriminatoria.
En cualquier caso, si hay muchísimos más blancos de nuestro lado de la isla que del otro lado, se produce entonces el “escenario Pedro Delgado Malagón”, donde la música popular surge del choque y no la mezcla entre culturas (New Orleans, Cuba, Brasil), lo que conduciría a la emergencia en nuestros bateyes y barrios, incluyendo Washington Heights, de una Lady Gagá que podría ganar muchos Grammy, antes que Taylor Swift se “apropie culturalmente” del ritmo. Pero… ¿existen aquí esas “dos purezas antagónicas”, blancas y negras, esas “dos etnias reluctantes, contrapuestas como el día y la noche” que nos saquen de ser como otrora “musicalmente estériles, infecundos melódicamente”? Je ne sais pas.
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