Los pensadores estoicos dedicaron gran parte de su tiempo y de sus escritos a reflexionar sobre cómo reaccionar y qué hacer ante las tragedias que llegan a los seres humanos de las maneras más inesperadas y absurdas posibles. Ellos trataron de educar a sus seguidores para que, ante la adversidad y el desconcierto por acontecimientos que causan dolor, pudiesen mantener el autocontrol y aceptar lo que les sobreviene. Séneca llegó a decir que las personas no deben procurar que suceda lo que desean que suceda, sino desear que suceda lo que habrá de suceder. Se logra así, según él, una aceptación de los acontecimientos dolorosos que se les presentan a las personas en el transcurrir de sus vidas: la enfermedad, la pérdida de seres queridos, el dolor físico o emocional, la desolación o el enigma ante hechos devastadores.
Por otra parte, desde la perspectiva de la fe se nos invita también a adoptar una actitud similar, pero con un fundamento distinto: aceptar con resignación lo que nos pueda suceder porque, aunque Dios nos dio la libertad para actuar con nuestro discernimiento y asumir las consecuencias de nuestras acciones, en último término hay un designio divino incomprensible e insondable frente a lo cual nada podemos hacer. Así, los creyentes experimentamos una gran paradoja ante situaciones adversas y dolorosas: aceptar la voluntad de Dios, indescifrable para la razón humana, al tiempo que cuestionamos por qué Dios nos expuso a situaciones que causan sufrimiento extremo, a veces más de lo que uno se cree capaz de soportar.
La tragedia de la discoteca Jet Set ha colocado a cientos de familias precisamente en una de esas situaciones para las cuales no hay explicación posible, sino sólo dolor, aturdimiento mental, ahogo emocional y mil preguntas sin contestar. En un instante, en medio de la alegría de la fiesta, la música y el compartir con seres queridos, todo cambió irremediablemente para siempre sin que existiese voluntad humana capaz de revertir lo que ocurrió. Como escribió el poeta René del Risco Bermúdez: “Así tan sencillamente se muere la gente como respirar; así nos queda la vida como una partida a medio jugar; así toda la alegría se pierde en un día, se oscurece así… así se marcha la gente repentinamente como quien se va; así los libros leídos se quedan perdidos, otros los leerán…; perdemos todas las puertas, perdemos todas las llaves; ya no valen las apuestas, la muerte nos hace iguales; con una flor en la mano, con una bala en mitad del pecho, morir en un tibio lecho, caer herido en medio del llanto, desnudo voy en mi viaje, el infinito es mi amigo, la muerte nos hace iguales”.
El 8 de abril de 2025 será recordado como un día azaroso y destructor. Un día de espanto y desesperación. Un día de dolor inmenso y de incomprensión ante la impotencia humana. Cientos de personas y familias de diferentes estratos sociales -empresarial, artístico, cultural, social, deportivo- sometidas a la experiencia común del sufrimiento extremo, el espanto y la agonía. Y aunque los estoicos nos hayan querido enseñar cómo estar preparados para situaciones de este tipo, o apelemos a la resignación religiosa, no hay manera de asimilar o darle sentido a una tragedia de esta dimensión, mucho menos quienes están sufriendo la muerte de sus seres queridos, pensando en la escena dantesca de decenas de personas muriendo debajo de los escombros de un edificio colapsado.
No obstante, la vida continúa. Lo que hace recordar de nuevo a Séneca, quien nos enseña que no podemos confiarnos de la buena suerte pues esta no es eterna, pero tampoco dejarnos abatir totalmente por las circunstancias dolorosas, pues estas, tarde o temprano, también pasan. No es un buen consuelo para quienes sufren la devastación de esta tragedia, pero esa es la realidad. La oración, la empatía, la solidaridad que se expresa en el gesto compasivo es, tal vez, lo único que, desde la distancia, podemos hacer para acompañar a quienes sufren de manera directa la devastación de la tragedia.
También ayuda recordar y celebrar la vida de todas esas personas, algunas muy queridas por todo el pueblo porque nos dieron muchos momentos de alegría a través de su música o en el terreno de juego. Otros pertenecen a familias del mundo empresarial, como los Grullón, con quienes este articulista se siente particularmente identificado por una amistad que viene de lejos. Y otros son profesionales de diferentes ramas, emprendedores y gente de los más variados sectores sociales, quienes dejan esposos y esposas, hijos e hijas, padres y madres, hermanos y hermanas, amigas y amigos, a quienes los unía la amistad y la compañía cotidiana; gente de la comunidad, de la Iglesia, de la universidad, del club social o deportivo y de la sociedad en general. Gente cuya voz y sonrisa ya no estará, que se fue en un instante para no volver jamás que no sea a través del recuerdo y la celebración de sus vidas y sus aportes.
A los demás nos queda recordar que la vida que perdemos es la que vivimos, por lo que momentos tan estremecedores como este nos deben hacer reflexionar sobre qué hacemos en cada instante de nuestra existencia ante uno mismo, ante nuestros seres queridos y ante la comunidad en general. Nos corresponde también desear a las familias afectadas por la tragedia, a través de la oración o del pensamiento según la creencia de cada quien, que puedan restablecer la energía, la esperanza, la fe, la alegría y el deseo de seguir adelante honrando la memoria de sus seres queridos.
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