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Autorretrato hablado de Balaguer

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José del Castillo Pichardo
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Hace justo 44 años, publiqué en mi columna semanal Agenda -en Ultima Hora, hermano vespertino del Listín Diario– un texto que titulé «Autorretrato Hablado de Joaquín Balaguer«, que supe le leyeron al veterano estadista, por testimonio directo de uno de sus allegados que ejercía esas funciones con esmero y delectación intelectual. Y por conversaciones amables sostenidas con el autor de Historiade la Literatura DominicanaEl Cristo de la Libertad y El Centinela de la Frontera, libros que en mi adolescencia contribuyeron a mi formación. 

Aunque su efecto pudo ser urticante, para un político que se resistía a ser historia y mantenía plena vigencia, al parecer Balaguer asintió al perfil que se trazaba sobre su figura. En nuestros intercambios personales posteriores, su alusión a la obra que me sirvió de base, Los Próceres Escritores, era una constante. Resaltando a mi bisabuelo Manuel Rodríguez Objío, a quien dedicó un capítulo en su condición de militar restaurador, historiador, poeta y traductor. Destacando siempre a Luis Conrado del Castillo, quien lo electrizara con su oratoria en 1922 en un mitin en Santiago durante la Semana Patriótica contra la Ocupación Americana, motivo de una semblanza apasionada.

Creo que mis lectores de Diario Libre –justo en un año electoral, cuando se ponderan los rasgos que caracterizan el liderazgo político- merecen encontrarse con este texto, que transcribo inalterado.

«Los dominicanos, que hoy disfrutan la existencia de un régimen democrático, deben estudiar con detenimiento el pensamiento de un estadista que, como Joaquín Balaguer, ha jugado un rol singular en el proceso político contemporáneo de nuestro país. Fuera de constituir una importante escuela en el arte de la política, los doce años de administración de Balaguer podrían ser mejor entendidos si se buscan las fuentes teóricas que normaron su comportamiento como gobernante. Se encontrará, entonces, cuán coherente ha sido este estadista, en su práctica cotidiana, con las líneas de fuerza de su pensamiento.

De conformidad con su concepción, la política«es por excelencia el dominio de lo contingente y de lo ponderable», o sea, una actividad guiada por consideraciones pragmáticas sobre una realidad siempre cambiante pero también en parte previsible. El mundo político, a su vez, se hallaría dividido entre «dos clases de actores: el de los espíritus limitados que crean la historiaabrazándose cuerpo a cuerpo con la realidad; y el de los idealistas que la fecundan y la impulsan encendiendo en los incrédulos la llama del ideal y acortando con su fe las distancias que separan en cada momento histórico la utopía del sueño consumado»

En el sentido anterior, mediante el estudio de sus escritos, junto al análisis de su acción, se pueden hallar las claves que identifican el modelo que tallaría a golpe de acciones de poder. Es como si ubicáramos las piezas de un rompecabezas que, al armarlo, nos proporcionara la definición del propio estilo de Balaguer. Para este propósito, resulta reveladora su obra Los Próceres Escritores, dedicada a estudiar a «los próceres a quienes más admiro», de acuerdo a las palabras del autor. En ella, Balaguer selecciona -en orden de preferencia- a un conjunto de figuras dominicanas, destacando en ellas aquellos rasgos que le producen mayor fascinación. Si después de pasar revista a los primeros tres próceres escogidos por el autor, procediéramos a juntar los rasgos que a su juicio son los más sobresalientes, obtendríamos de su suma una suerte de autorretrato hablado de nuestro estadista, aunque obviamente incompleto. 

El primer personaje que motiva la atención de Balaguer es el Arzobispo Fernando Arturo de Meriño, quien jugara destacados roles tanto en la vida política como en la eclesiástica durante las décadas ?nales del siglo XIX, llegando a ocupar la jefatura del Estado y de la Iglesia. De él resalta el autor su estilo oratorio, observando los que fueron sus rasgos más notables: «El símil tomado de objetos familiares al auditorio; las antítesis de conceptos, y con más frecuencia, las contraposiciones de palabras; los apóstrofes impresionantes con invocación frecuente a los poderes sobrenaturales; la presentación de contrastes de orden moral y la pintura de situaciones patéticas que arrebatan el ánimo y hacen que el oyente participe de la violencia pasional de que en muchos casos parece hallarse poseído aquel orador extraordinario».

Para Balaguer, este orador que «sólo invoca a Dios, como los antiguos profetas, para anunciar castigos», es un hombre coherente en el desempeño de los roles que le tocó jugar. En este orden, «no existe la más mínima contradicción entre las actitudes del hombre que en 1867 hace en la Catedral la apología de la autoridad y del orden, y el que catorce años después, investido con los atributos transitorios del poder político, lleva fríamente al cadalso a veintiún conspiradores».

Lo que sigue nos remite a dos conceptos que alcanzan en Balaguer dimensiones absolutas, no importa sus orígenes circunstanciales, pues conforme a su criterio la divinidad ha intervenido para disponer las cosas y el primer deber de un gobernante –ungido por los designios sobrenaturales- consiste en mantener, a como dé lugar, el orden y la autoridad. El símil que realiza entre Hobbes y Meriño resulta por demás elocuente: «Hobbes, espíritu de tendencias liberales, es conducido lentamente, por horror a las guerras civiles, a hacer la loa de la monarquía absoluta. Meriño, gobernante seducido por la libertad, se ve arrastrado, por aversión a la anarquía, a empuñar en sus manos los odiosos instrumentos de la venganza».

El grado de identidad con esta faceta de Meriño alcanza ribetes de plenitud en ocasión de la ejecución por éste del decreto de San Fernando. En esta parte, Balaguer describe al sacerdote-estadista con «invencible admiración», compartiendo sus vacilaciones y el momento estelar en que ve «brillar en sus ojos, como un relámpago siniestro, la decisión irrevocable». Agrega: «lo veo desoír las voces de la clemencia y conducirse, para ser fiel a sus deberes, con la crueldad de un tártaro, como si en vez de ser, como fue, un varón pío y generoso, hubiera pertenecido, como Deucalión, a una raza de piedra, inaccesible a todas las debilidades humanas». 

En la descripción de Buenaventura Báez, a quien Balaguer define como «déspota ilustrado», se reitera su idea del gobernante como ser predestinado. «No habría hipérbole en creer que fue un instrumento de la Providencia; que fue el elegido de Dios, el hombre del destino». Esta afirmación se la aplicaría Balaguer a sí mismo, cuando pronunciara aquella célebre expresión en justificación de un nuevo apresto reeleccionista: «Yo, señores, soy en cierto modo un instrumento del destino». 

Pero las fuentes del prestigio de Báez no sólo se encuentran en su aura o carisma, que hace de él un artífice del ejercicio del poder, un líder seductor del favor popular. «Su prestigio debe, en gran parte, atribuirse a su cultura excepcional y a su inteligencia asombrosa». Precisamente, ambas cualidades que innegablemente acompañan a la personalidad de Balaguer. Báez fue, al entender de nuestro estadista, una figura de transición, «el más apto para desembarazar al pueblo el camino de la civilización», un «vencedor en esa lucha entre la cultura y la barbarie». 

En este sentido se inscribe otro de los rasgos que contribuyen a identificar la auto percepción de Balaguer como gobernante tutelar, que lleva de la mano a su pueblo -incapaz de actuar todavía bajo un orden civilizado- hacia una creciente participación democrática, pero cuyos grados deben ser definidos prudencial y discrecionalmente por el propio jefe de Estado. 

Balaguer admira en Báez su oratoria directa, reflexiva, alejada de los patrones tradicionales latinos, más cercana al estilo anglosajón. Resalta su estilo descarnado, que impacta a su auditorio con crudas afirmaciones, su disciplina intelectual y «su temperamento de hombre práctico». Nos llama la atención sobre su «impresionante fidelidad a sí mismo» y su «honradez doctrinaria». Afirma que «Báez representa el tipo de político positivista que habla con parquedad y profesa con fervor sus ideas reaccionarias. Promete sencillamente gobernar con firmeza y retener en sus manos todos los poderes necesarios para que en torno a él se desenvuelva con seguridad la máquina del Estado».

Báez constituye, para Balaguer, un modelo de pragmatismo, que asimila la realidad geopolítica y plantea abiertamente su creencia en la necesidad de un protectorado o anexión, frente a aquellos que sostienen la viabilidad de «una república utópica regida por gobiernos eminentemente civiles».

Bobadilla, la tercera figura listada, es admirado como «un hombre que desea ocultarse entre los pliegues de su propia elocuencia», caracterizado por su «estilo diplomático, lleno de sinuosidades y evasiones», que muestra siempre menos dotes de las que tiene, como una fiera que disimula hábilmente el tamaño de sus garras de animal cauteloso. Pero nuestra admiración, seducida a veces por el despliegue de cinismo con que este hombre diabólico trató siempre de sorprender la buena fe de sus conciudadanos, se rinde ante la sagacidad del estadista sin escrúpulos que preparaba discursos como un comediante de genio prepararía la escena».

Como si fuera una viñeta premonitoria, que se adelantara al juicio de la posteridad, Balaguer nos habla de este hombre de «encanto satánico», como «el más diestro escamoteador de la verdad que el país ha conocido en más de un siglo de existencia independiente». Indicándonos que «llegamos al final de ese discurso sin saber quién era aquel comediante habilidoso: si un mal ciudadano que trata de hacernos caer en el lazo que nos tiende constantemente su astucia, o si un estadista intuitivo y de buena fe que se empeña en fijar su experiencia política en máximas de pulcritud sobrehumana». »

En su novela histórica Los CarpinterosBalaguer nos dice, destilando sabiduría política añejada en barrica curtida de viejo roble: «Si quieres saber quién es Mundito, dale un mandito».

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