Los dominicanos, que padecemos desde antes de la independencia del complejo de la subestimación de lo nuestro, ese terrible mal diagnosticado hace tiempo por ese gran estudioso de la idiosincrasia criolla llamado Antonio Zaglul, no somos conscientes del gran activo nacional que hemos construido paulatina pero progresivamente desde el inicio en 1978 de lo que José Israel Cuello ha llamado la “más larga transición democrática” y que nos ha permitido vivir en un clima de creciente respeto de las libertades públicas, de institucionalidad democrática y de elección popular de las autoridades, cuya prueba fundamental más reciente lo fue, en medio de la pandemia que nos azota, el quinto traspaso de mandos ejecutivos del gobierno a la oposición desde 1978 a la fecha. Si nos comparamos con otras hermanas repúblicas de la región, no es poco lo que ha alcanzado una nación que se proclamó libre e independiente en 1844, que luchó sostenidamente por su independencia y libertad por décadas, y que, en cada ocasión, contra todos los pronósticos y en medio de las mayores dificultades, supo siempre mantener a raya las tendencias autoritarias alimentadas por una oprobiosa pero viva tradición de gobiernos despóticos desde Santana, Báez y Lilís hasta Trujillo y Balaguer.
Todo lo anterior no hubiese sido posible sin el pueblo dominicano, pero no hay pueblo que resista la voluntad decidida de las élites de, izquierda y de derecha, de traicionar esa voluntad, de pasar por encima a las instituciones democráticas y del Estado de derecho. Por eso, el compromiso -lógicamente interesado- de nuestras élites en la preservación de la estabilidad política y económica y el clima de respeto de los derechos fundamentales, ha sido clave para que -sobre la base de una democracia institucional más o menos pactada y gracias a partidos políticos que, mal que bien, y contrario a muchos de sus homólogos de nuestra América, se consideran partidos del sistema, que siguen convocando con gran intensidad la adhesión de sus militantes y simpatizantes- se construya un valladar contra cualquier voluntad individual que, agarrada de la anti política, pretenda materializar los fantasmas del caudillismo mesiánico, ahora con la parafernalia y la jerga populista de la necesidad de un gobierno de “los de abajo” contra los enemigos de “la casta” enquistada en el poder.
Las cosas se agravan hoy, sin embargo, porque la amenaza nacionalpopulista es alimentada por unos discursos hiperbólicos que contaminan redes sociales que, aunque pueden impulsar primaveras democráticas, son capaces también de fomentar la inestabilidad del status quo democrático. Ya hemos visto como en la más vieja e institucionalizada democracia, la polarización política, azuzada en las redes por el presidente Trump y otros líderes “republicanos”, esgrimiendo la falsedad del “fraude electoral”, llevó al asalto al Capitolio con la finalidad de evitar un traspaso de mando a la oposición
Y he aquí que llegamos a un punto nodal. Como afirma Christopher Hitchens, “los bárbaros nunca toman una ciudad hasta que alguien les abre las puertas”. El peor enemigo de una democracia es el enemigo interno, no el pueblo que legítimamente protesta, ese pueblo dominicano que, según juicio equivocado de Américo Lugo, no son más que “barbaros, en fin, que no conocen más ley que el instinto”, sino el insider, el político que subvierte el sistema desde adentro. Ese que se escuda en una causa pretendidamente popular para inflamar los ánimos de la gente y desencantarlos de los caminos democráticos e institucionales. Ese legislador que es capaz de asaltar un Congreso e incitar a la violencia contra los legisladores que se oponen a su causa, pensando que no habrá ninguna consecuencia, confiando que nadie se preocupará por sancionarlo ni saber quién financia sus movilizaciones y tropelías contra la institucionalidad democrática y la majestad y solemnidad del Congreso de los representantes del pueblo. Ese es un caballo de Troya que asedia y trata de conquistar y destruir la ciudad democrática y que tan solo anuncia otros caballos y todo un ejército decidido a instaurar, como en otros países del área, un populismo gobernante.
Desde Weimar hasta Caracas, ya sabemos que las democracias perecen por la irresponsabilidad de las elites. Por eso la democracia militante, capaz de defender a sí misma, necesita también de una ciudadanía comprometida, que nos convierta en defensores populares de la Constitución, y de una opinión pública ilustrada que nos vacune contra el populismo de la retórica histérica y el liderazgo histriónico que quiere y puede erosionar la legitimidad de nuestra “fría, gris y aburrida” democracia representativa.
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