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Breves apuntes sobre la acción en lesividad

Es el grado de desarrollo argumentativo que razonablemente se debe exigir para dar por suficiente la fundamentación normativa o la fundamentación fáctica de una argumentación jurídica”.

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Por Julio Cury y Georgina Davielle Zorrilla

Las veces que el Tribunal Superior Administrativo ha hecho lugar a la acción en lesividad, el aliento del poder político ha resoplado sobre lo decidido. Las sentencias que hemos tenido oportunidad de leer acusan un déficit de justificación racional y normativa, haciendo del art. 45 de la Ley núm. 107-13 un galimatías, a tal punto de que se ha propagado la creencia de que la potestad extintiva es ejercible con motivo de cualquier infracción al ordenamiento jurídico.

Digamos, in primis, que la Administración no puede declarar con efectos ejecutorios, por sí y ante sí, la invalidez de actos administrativos favorables, o sea, de los que incorporan un plus al patrimonio del administrado. El precepto referido, cuya redacción se inspiró en el art. 43 de la LJCA española, inhabilitó a la Administración a declarar unilateralmente la ilegitimidad del acto estable que ella misma ha dictado.

Orientado por principios cardinales como los de buena fe y confianza legítima, el legislador descartó -en palabras de García Pullés- la propia torpeza como fundamento exclusivo de la potestad anulatoria, inaplicando en la esfera del derecho público la máxima nemo auditur propriam turpitudinem allegans. Sin embargo, como la Administración está llamada a satisfacer el bien común, concibió la acción en lesividad como herramienta procesal para invalidar los actos administrativos favorables afectados de al menos un vicio de nulidad o anulabilidad, requiriendo insoslayablemente la intervención del órgano judicial.

En efecto, lejos de establecer una vía libre a favor de la Administración, la condicionó a estrictos presupuestos de hecho y derecho, sin omitir que el procedimiento en sede administrativa debe instruirse con absoluto respeto a las garantías fundamentales. El constitucionalista argentino Alberto B. Bianchi sostiene que el instituto en estudio “[…] está apoyado en un trípode constituido, en primer lugar, por el respeto al debido proceso; en segundo lugar, por el respeto al derecho de propiedad y, en tercer término, por el principio de división de poderes”.

Fernando Gabriel Comadira cierra filas alrededor del muy arraigado criterio de que el órgano público lleva puesta una camisa de fuerza. Y lo dice porque tiene que observar “[…] los procedimientos esenciales y sustanciales exigidos por el ordenamiento jurídico en forma previa a la emisión de cualquier acto y, por el otro, el debido proceso adjetivo como reglamentación procesal administrativa de la garantía del derecho de defensa”, requisito basilar este que recogen entre nosotros los arts. 69 y 3.22 de la Carta Sustantiva y la Ley núm. 107-13, respectivamente.

La primera “saga”, término acuñado por Comadira, demanda el dictado de un acto de inicio y otro contentivo del dictum, luego de lo cual pasa a la segunda “saga”: la judicial. La curiosidad que aletea es si la resolución de iniciación escapa al deber de motivación. Sin necesidad de remitirnos a la muy asentada doctrina de nuestro Tribunal Constitucional, sustentaremos la negativa en la mismísima Ley núm. 107-13.

Como es sabido, el párrafo II de su art. 9 prevé la motivación como requisito de validez de todo acto administrativo, en tanto que el art. 14 sanciona con la nulidad de pleno derecho “[…] los carentes de motivación cuando sean el resultado del ejercicio de potestades discrecionales”. A modo de digresión, se impone aclarar que el derecho a instar la invalidez de un acto estable se enmarca en las potestades discrecionales de la Administración, pues el art. 45 no emplea el verbo “deber”, sino “poder”, que como acertadamente ha considerado la Sala Civil de la Suprema Corte de Justicia, “[…] equivale a una prerrogativa, no una obligación”.

Volviendo atrás, digamos que la exigencia de motivación de la resolución de inicio del procedimiento de lesividad es también socorrida por el doctrinario peruano Juan Carlos Morón Urbina: “[…] debe exponer los argumentos por los cuales un acto administrativo favorable para un administrado habrá de ser privado de sus efectos atendiendo a la afectación a un interés público”. Y es lógico que sea así, pues se trata de una suerte de pliego de cargos que el interesado tiene derecho a contradecir, lo que le resultaría a todas luces imposible si el mismo careciese de motivación.

Ahora bien, el párrafo I del art. 22 de la Ley núm. 107-13 no se satisface con cualquier motivación, sino con una muy específica: “La decisión de iniciación del procedimiento habrá de ser motivada adecuadamente”. ¿Qué debe entenderse por motivación adecuada? En su Sentencia núm. 1158-17, la Corte Constitucional del Ecuador ofreció la respuesta: “[La que] satisfaga los elementos mínimos con miras al ejercicio efectivo de los derechos al debido proceso y a la defensa. Es el grado de desarrollo argumentativo que razonablemente se debe exigir para dar por suficiente la fundamentación normativa o la fundamentación fáctica de una argumentación jurídica”.

Consignar, por ejemplo, que el acto cuya nulidad o anulabilidad se persigue vulnera el derecho, sin individualizar el supuesto de invalidez ni el hecho concurrente de lesividad al interés público, no colmaría la carga argumentativa que demanda la norma legal de marras y, además, los arts. 3.4, 4.2 y 6.2 del mismo texto. El mencionado Comadira, como razón reforzada al deber de motivación, agrega que la pretensión extintiva no está supuesta a ser consecuencia de ningún capricho o arrebato voluntarioso, sino del convencimiento de que el acto impugnado es contrario al bien común, por lo que al particular le asiste el derecho, desde la etapa embrionaria del procedimiento, de conocer la base de la actuación administrativa encaminada.

No es esta la única confusión reinante a partir de la jurisprudencia del fuero contencioso administrativo. También se ha llegado a creer que la simple verificación de una de las causales tasadas en el art. 14 de la Ley núm. 107-13 activa la facultad anulatoria de la Administración, error conceptual que pierde de vista al interés público como elemento constitutivo de la acción en comento. En efecto, la mera presencia del vicio generador de la nulidad o anulabilidad está lejos de caracterizar por sí sola la acción en lesividad. Permítasenos darle la palabra a Alejandro Nieto:

“[…] el concepto de lesividad administrativa está constituido por dos elementos: a) la lesión, como hecho en sí, y b) la lesión, como violación jurídica. Suponiendo el primero una declaración formal, objetiva y económica, que debe hacerse por la propia Administración… y en cuanto al segundo de los requisitos, es decir, la lesión con violación jurídica, no cabe olvidar que aquel daño, aquella disminución lesiva en el patrimonio, debe ser contraria a la ley y, por tanto, antijurídica”.

Como se aprecia, este procedimiento demanda una doble lesión: la jurídica –derivada de la causal de nulidad o anulabilidad del acto- y la económica o de otra naturaleza, que debe igualmente justiciarse. Por tanto, un acto inválido que no es al propio tiempo perjudicial al interés colectivo, no sería susceptible de ser invalidado por esta vía. José F. Alenza García lo explica con mayor rigor: “Se mantiene la exigencia de que, además de la ilegalidad, exista una afectación especialmente importante sobre los intereses generales. Para la declaración de lesividad, el vicio de anulabilidad sería un prius, y la nocividad para el interés público sería un plus”.

La jurisprudencia del Supremo Tribunal español ha sido también pacífica. En su STS 3063/2017 reiteró que “[…] no cualquier acto que adolezca de infracciones al ordenamiento jurídico es susceptible de ser anulado por esta vía… [que es] un mecanismo de salvaguardia del valor de la justicia y la equidad para evitar que puedan dañarse los derechos de terceros cuando la naturaleza de la infracción al ordenamiento jurídico o la intensidad del daño a los intereses públicos no justifiquen la conveniencia de sacrificar los derechos individuales que se pretende mediante el proceso de lesividad…”.

En este lado del mundo no es distinto, y para que no quede duda, concluiremos esta entrega haciéndonos eco de lo que sostiene Morón Urbina respecto de la concurrencia del doble agravio como presupuesto de la pretensión extintiva mediante el instituto procesal consagrado por el art. 45 de la tantas veces repetida Ley núm. 107-13: “No es posible afirmar que toda infracción al ordenamiento, aunque sea aludiendo a vicios graves, sea de por sí suficiente para calificarla de lesiva a los intereses públicos y, por ende, para intentar la demanda”.

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