En un mundo en el que la vanidad ha encontrado como mejor aliada a las redes sociales, en las que algunos eligen vivir sus vidas como si fuese un espectáculo en directo para el público, en el que los dictámenes de la moda son el pentagrama que marca el ritmo de sus vidas, y otros son capaces de cualquier cosa con tal de obtener una notoriedad efímera alimentándose de unos “me gusta” tan ligeros como escurridizos; comprobar que la sencillez, la humildad, el desapego a la mundanidad y la consagración al servicio y a la espiritualidad pueden generar más buena voluntad y respeto que miles de imágenes posteadas o millones de seguidores conseguidos, produce gran satisfacción y debe servir de lección.
Decimos esto porque el repentino fallecimiento de doña Rosa Gómez de Mejía por un infarto que le sobrevino mientras participaba en una actividad en el Museo Trampolín, del cual fue propulsora y mentora hasta el último de sus días en beneficio de la niñez dominicana, ha generado una avalancha de muestras de dolor de proporciones tales que su propia familia se ha sentido sorprendida, demostrando que sin estridencias, sin poses o publicidad se supo ganar el más sólido de los reconocimientos, ese que no depende de títulos o cargos efímeros, y que es capaz de sobrepasar el impacto del tiempo.
En una sociedad tan politizada como la nuestra, en la que las pasiones muchas veces se desbordan y generan conflictos, enfrentamientos y divisiones, es casi una paradoja que una persona tan estrechamente vinculada a la política por haber sido la esposa de un ex presidente de la República, quien durante toda su vida ha participado y sigue participando de la política, y madre de otra alta dirigente política y alcaldesa de la ciudad capital, no haya visto nunca erosionada su imagen y genere de forma tan generalizada aprobación, provocando solo expresiones de admiración y cariño, tanto para los que tuvimos la oportunidad de conocerla, como para aquellos que solo supieron de su vida a través de las huellas que de forma silente y discreta dejó en nuestro país, constituye la mejor prueba de que dando es como se recibe y de que los seres humanos por más banales que puedan parecer saben apreciar la sinceridad, la bondad y la humildad.
Probablemente Doña Rosa nunca imaginó cuánto la iba a sentir este pueblo, del que más que primera dama fue simplemente dama, pues por su temperamento participaba con sigilo de las posiciones públicas y privadas que tuvo que desempeñar y ejercía el verdadero voluntariado en el que lo que se da con una mano no lo sabe la otra, y de seguro jamás pensó que ella que nunca quiso ser protagonista de los medios de comunicación los coparía y hasta el tráfico de la ciudad colapsaría para darle el último adiós debajo del árbol del jardín que escogió como morada, y aunque algunos puedan pensar que esto es en parte por haber sido la esposa y la madre de dos importantes líderes del país, lo más hermoso es constatar que más allá de eso fue ella quien de la forma más sencilla y cálida conquistó ese aprecio, simplemente regalándoles a todos una sonrisa.
Esto nos hacer recordar las hermosas letras del trovador que dicen “de que callada manera se me adentra usted sonriendo, como si fuera la primavera, yo muriendo…”, y esa es precisamente la gran enseñanza que debe quedarnos en esta sociedad del espectáculo en la que tantas personas se autodesignan influenciadores, en las que tantos admiran a ídolos con pies de barro y en la que el mercantilismo crea y explota tendencias, que se puede servir de ejemplo y marcar vidas, simplemente sirviendo, y ejerciendo con amor y entrega cada rol que la vida nos da.
Parecería que advertía su despedida, testimonios de cosas que hizo en los últimos meses así lo evidencian según dicen sus familiares y compañeros de faenas, algunos pensarán que no dio tiempo a hacerle homenajes, unos incluso que se habían planificado, pero seguramente así lo hubiera querido, y de nuevo calladamente dio una gran lección al despedirse de este mundo el día que iniciaba la primavera como si quisiera pasar inadvertidamente a la eternidad.