Santa Cruz de Tenerife (España).- El 24 de febrero de 2020, cuando apenas se habían contabilizado en España dos contagios de covid-19, un hotel del sur de la isla de Tenerife saltó a la prensa nacional e internacional: un turista italiano de 61 años alojado allí con nueve amigos había dado positivo.
El gobierno regional del archipiélago atlántico de Canarias decidió cerrar el hotel H10 Costa Adeje con aproximadamente un millar de personas dentro, entre clientes y trabajadores, durante dos semanas, trufadas de anécdotas y situaciones tensas.
Varios testimonios recopilados por EFE reconstruyen, cinco años después, la intrahistoria de esos catorce días de confinamiento, que resultaron ser un anticipo de todo lo que vendría después. El Gobierno español declaró el estado de alarma el 14 de marzo y el confinamiento de toda la población, con las excepciones imprescindibles.
Amós García, que era entonces jefe de la unidad de Epidemiología de Canarias, admite que la decisión de cerrar el hotel fue «muy difícil» en una región insular que vive del turismo, sobre todo internacional. Pero la perspectiva sanitaria debía imponerse. «Lo teníamos claro: era la mejor manera de que el brote no saliera de allí», subraya.
Y eso que muchos pensaban aún que la covid-19 «era como una gripe», y «no por frivolizar», sino porque la información procedente de China «era de ese calibre», explica.
Al ex director general de Seguridad y Emergencias del gobierno canario Gustavo Armas esa medida le costó recibir varios mensajes amenazantes en su teléfono personal, algunos de muerte.
Armas detalla que, para evitar que nadie saliera del hotel, se establecieron tres cordones de seguridad controlados por varios cuerpos de policía.
Además, hubo vigilancia dentro con agentes infiltrados, ataviados con equipos de protección individual, que se encargaron de ver cómo era la convivencia de un grupo tan amplio y variado de personas, incluidos 200 niños.
Armas recuerda que, en general, el comportamiento de los huéspedes confinados durante los catorce días «fue perfecto, salvo algunas excepciones».
Revela que algunos clientes del hotel, con alguna copa de más, intentaron escapar escalando los muros o descolgándose de las rejas para salir corriendo, pero su aventura no llegó lejos.
«Había quienes se divertían mucho por la noche», recuerda Armas, como una turista alemana que, de madrugada, se ponía a cantar y no dejaba descansar al resto de los clientes.
Otros «se dedicaron a ser corresponsales» de los programas televisivos que informaban del cierre del hotel en directo.
La convivencia forzada también desembocó en romances, como el de un huésped español de Canarias que «se enamoró locamente» de una mujer brasileña y se negó a abandonar el hotel aunque dio negativo en una prueba de covid.
Permanecer en el hotel «era como una luna de miel» para él y se le concedió ese deseo, rememora con una sonrisa el ex director general de Seguridad y Emergencias de Canarias.
A una mujer ucraniana embarazada de ocho meses se le facilitó que una ginecóloga le hiciera un seguimiento ‘in situ’, mientras que un turista británico pedía que lo dejaran marcharse porque tenía que renovar el baipás.
Las autoridades españolas hablaron con el hospital de Estados Unidos donde se lo habían implantado, y comprobaron que aguantaba un mes más.
Testigo directo fue José María Sánchez, quien tenía pensado pasar cuatro noches con su ahora exmujer y su hijo, que por entonces tenía ocho años. Al final permanecieron otras cinco por culpa del virus.
Por la noche, empleados del hotel deslizaron bajo las puertas de las habitaciones un folleto para informar a los clientes de que debían permanecer en los alojamientos, adonde les llevaban la comida.
Ya luego, cuando empezaron a repartirse guantes y mascarillas, se les permitió usar el resto de las instalaciones, con turnos para el de comedor y los chequeos médicos.
Opina que, «dentro del desconocimiento» que había entonces sobre la enfermedad, los responsables «lo hicieron bastante bien» en el hotel, cuyo personal «se dejó la piel».
En cambio, lamenta tener que haber presenciado «algún comportamiento bastante incívico», como el de un cliente que le arrojó un fármaco a la cara a la sanitaria que los repartía.
Otro «se había excedido con el alcohol», la policía amenazó con detenerlo si no se tranquilizaba y regresaba a la habitación.
Precisamente, una de las cosas que más le sorprendió de esos días de confinamiento fue que hubiera barra libre de bebidas alcohólicas. Vio como algunos, «al acabar de comer, se llevaban dos, tres botellas a la habitación».
Preguntó al director del hotel si eso no era contraproducente, y este le contestó que, en caso contrario, había riesgo de «motín».
En otra ocasión, en el restaurante, una mujer se abalanzó sobre su hijo y le arrebató la ración de patatas fritas que le iban a dar.
En cualquier caso, agradece que les tocara hacer cuarentena en un hotel de cuatro estrellas. Si hubiera sido en una estación de autobuses o en un aeropuerto, hubiera salido «lo peor de la especie humana», considera.
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