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Control ejecutivo de constitucionalidad

La doctrina y la jurisprudencia tradicionalmente ha establecido que el control de constitucionalidad es monopolio exclusivo de los jueces porque se entiende que permitirle al Poder Ejecutivo desaplicar normas por inconstitucionales sería convalidar la potestad ejecutiva de evadir el cumplimiento de las normas.

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La gran mayoría de los ciudadanos estamos familiarizados con el control de constitucionalidad que llevan a cabo los jueces del poder jurisdiccional del Estado, es decir, los magistrados del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional y el Tribunal Superior Electoral. Ese control jurisdiccional de constitucionalidad permite a los jueces inaplicar o desaplicar las normas, sean leyes, reglamentos o cualquier otra fuente del derecho que resulte ser inconstitucional y al Tribunal Constitucional le faculta para declarar inconstitucional cualquier norma que contradiga nuestra Carta Sustantiva. Pero… ¿es cierto que solo los jueces pueden desaplicar por inconstitucionales o declarar inconstitucionales las normas? Veamos…

 

La doctrina y la jurisprudencia tradicionalmente ha establecido que el control de constitucionalidad es monopolio exclusivo de los jueces porque se entiende que permitirle al Poder Ejecutivo desaplicar normas por inconstitucionales sería convalidar la potestad ejecutiva de evadir el cumplimiento de las normas, en particular de las leyes emanadas del Poder Legislativo.

 

El anterior argumento, podríamos más bien decir dogma jurídico o, en verdad, artículo de fe, no se sostiene si examinamos los preceptos constitucionales que norman la actividad ejecutiva y, en especial, la actividad de la Administración. En efecto, la Constitución establece que la Administración debe actuar siempre con “sometimiento pleno al ordenamiento jurídico del Estado” (artículo 138), o sea, con sometimiento pleno a la ley del Congreso, a los reglamentos que dicta la propia Administración, y, en sentido general, a toda fuente del derecho, sobre todo, la Constitución, pues, tal como esta última dispone, “todas las personas y los órganos que ejercen potestades públicas están sujetos a la Constitución, norma suprema y fundamento del ordenamiento jurídico del Estado” (artículo 6).

 

Partiendo de estos textos constitucionales es obvio que la Administración no puede escapar a su sometimiento a la Constitución argumentando que le es vedado desaplicar una norma por inconstitucional porque estaría violando el principio de legalidad. Esto en nada afecta el control jurisdiccional posterior que los tribunales deben llevar a cabo de la actividad administrativa, mediante el cual es perfectamente posible constatar si el juicio administrativo sobre la constitucionalidad de la norma es correcto o incorrecto, deduciendo de ello las consecuencias de lugar. Este control jurisdiccional de la constitucionalidad desemboca en el Tribunal Constitucional que es el órgano constitucional extra poder que tiene la última palabra en materia constitucional.

 

Lógicamente, antes de ejercer un control represivo de constitucionalidad que conduzca a la desaplicación de la norma en cuestión, la Administración debe tratar de proveer una interpretación de la norma conforme a la Constitución y, en el caso de los derechos fundamentales, deberá aplicar la norma más favorable a la persona sea de rango constitucional, supranacional o convencional o, incluso, de carácter infraconstitucional. Por eso, el control administrativo o ejecutivo de la constitucionalidad de las normas puede consistir en un control de convencionalidad que desplace una norma inconvencional por una norma convencionalmente admisible, es decir, conforme a los instrumentos internacionales de derechos humanos.

 

Muchos juristas se rasgarán las vestiduras ante la validez constitucional del control ejecutivo de constitucionalidad pero lo cierto es que, si uno estuviera preso, y le van a aplicar una ley aprobada por unanimidad en referendo donde participó el 100% del padrón electoral, que no fue vetada por el Presidente de la República, y que establece que todas las semanas, a fin de descongestionar las cárceles, hay que fusilar a un preso seleccionado al azar, ley que, a pesar de que viola la proscripción constitucional y convencional de la pena de muerte, fue declarada constitucional por el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional, uno estuviese muy contento si la autoridad penitenciaria se niega a aplicar dicha ley el día que la lotería seleccione a uno como el preso a ser fusilado, ejerciendo así dicha Administración su legítima facultad de desaplicar normas por lo menos manifiestamente inconstitucionales.

 

Estemos claros en una cosa: tal como ha establecido la jurisprudencia de los Estados Unidos, se reconoce que “en el cumplimiento de sus atribuciones constitucionales cada rama de gobierno debe inicialmente interpretar la Constitución” (United States v. Nixon, 418 U.D. 683, 703 [1974]). De ahí que, aunque la misión constitucional del Poder Ejecutivo es cumplir y hacer cumplir la ley, debe siempre velar porque la ley suprema, la ley de leyes, la Constitución, sea observada. De modo que, en los casos en que el Presidente perciba un conflicto entre la Constitución y una ley que debe ejecutar, debe ignorar la última y aplicar la Constitución (Freytag v. Commissioner, 501 U.S. 868, 906 [1991]).

 

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