Estaba amarrada al cuerpo y esa era su cárcel. Según crecía, como una espiga de trigo, las miradas de adultos la invadían, la atravesaban. Cubría su vergüenza con las herramientas que la misma naturaleza le había regalado, un pelo largo rizo y abundante. Ese mismo cuerpo que era su tirano, lo utilizaba como barrote, contraía los músculos, apretaba sus hombros y no dejaba pasar ni el oxígeno. Su mirada la llevaba lejos, donde nadie la pudiese morbosear. ¿Y su alma? Esa la sacaba del cuerpo, abandonaba su cruz, se transportaba a otro mundo posible.
¿Quién me mando a nacer mujer? Si fuera como mi hermano eso no me pasaría. No sintiera la mirada inquisidora de mi madre cuando los hombres me miran, o la molestia de mi padre cuando me correspondía acompañarlo. “Contigo no vuelvo a salir, esto no lo tolero, mis amigos creen que eres mi novia. ¡Qué vergüenza!”. La adolescente apretaba su mandíbula y soñaba con asesinar los hombres que se la comían con los ojos, como si fuera un pedazo de bistec. Papi, ¿te has preguntado cómo me siento con esas miradas, con saberme la culpable de que te incomodes y mami se preocupe?, eso solo lo pensaba, no se atrevía a dirigirse a su padre cuando él estaba enojado.
Según fue creciendo recurrió a la estrategia de decir: “No quiero ir, soy alzá”.
Vivir en un cuerpo amenazante, indebido, y peligroso es un calvario, el cuerpo de una mujer en ciernes. Solo en los brazos de mi madre me siento segura, como si todavía quisiera volver a su matriz. Cuando el mundo de los adultos es peligroso, vivir fuera del cuerpo es la única posibilidad de lidiar con la vergüenza de crecer en un cuerpo de mujer.