Entre los 11 y 14 años de edad estuve interno en un colegio de benedictinos en Inglaterra que formaba parte de una abadía. La campana que llamaban “Big Nelly” nunca sonaba porque se decía que derrumbaría la estructura, pero un día muy temprano nos despertó un sonido inusual. Era “Big Nelly”. Fuimos convocados a la abadía y allí el abad pronunció una sola frase: “El rey ha muerto, que viva por mucho tiempo la reina”. Los casi cien estudiantes, sin que nos lo pidieran, entonamos “Domine salve regina nostra Elizabeth”. Recordé ese hecho con motivo del fallecimiento, setenta años después, de la reina Isabel II.
Mi padre, embajador en Londres, llamó al “Head Master” de la escuela solicitando permiso para yo ir por pocos días a la ciudad para presenciar, junto con el resto del cuerpo diplomático, el desfile funerario del rey. La respuesta del “Head Master” fue contundente: “Sería muy injusto que un niño extranjero fuese testigo de ese entierro cuando ninguno de los niños ingleses de la escuela lo podrán hacer”.
Tal vez fue ese el momento en que concebí una travesura. Había escasez de comida en Inglaterra, pues la guerra había terminado hacía poco y a cada uno de los estudiantes nos ponían en una larga mesa una lata con nuestro nombre donde semanalmente nos colocaban la cuota de azúcar para endulzar el té. Para adquirir dulces y golosinas en la tienda de la escuela, además de contar con algunos peniques, se necesitaba entregar parte de los cupones de racionamiento que nos asignaban como cuota mensual. Dado que a la embajada llegaba azúcar proveniente de los barcos dominicanos que en esa época suplían a Inglaterra, me llevé una buena cantidad y la fui vendiendo a otros estudiantes, no a cambio de dinero, sino por cupones para dulces. Pronto llegué a acaparar el mercado de golosinas.
El “Head Master” se enteró y me mandó a buscar. Sabía lo que ocurriría. Sacó su fusta y comenzó a golpearme en las nalgas. Cuando terminó, cumpliendo con lo establecido por el acostumbrado protocolo, yo tuve que voltearme y, entre lágrimas, decirle: “Thank you, sir”.
Cuando en aquella madrugada por primera vez recé por la salud de la reina, antes lo hacía siempre por la del rey, nunca imaginé que esa salud duraría setenta años. También rememoro una célebre frase atribuida a Sir Winston Churchill, quien, en medio de una bocanada de su célebre cigarro, exclamó: “Llegará el momento en que en el mundo solo existirán cinco reyes, el de Inglaterra (a quien Dios preserve) y los cuatro reyes de las barajas”.
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