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Cuando un amigo se va

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Cuando una persona muere el mundo cambia, de una vez para siempre, para todos aquellos con quienes, de cerca o de lejos, vivía. El mundo es la gente con quien uno pasa por el mundo”.

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[Un retake en memoria de mi querido primo, en verdad hermano mayor, Orlando Alvarado Prats] “¡Oh, amigos, no hay amigos!”. Esta frase de Aristóteles, retomada posteriormente por Montaigne en su célebre ensayo Sobre la amistad, y que sirve de pretexto a Jacques Derrida para escribir todo un libro, en realidad es un error de traducción y significa «quién tiene muchos amigos, no tiene ninguno», frase que aparece en la Ética nicomáquea, como bien señala Giorgio Agamben. Lo dicho por Aristóteles vendría más bien a resaltar la exigencia de una real amistad: el compartir con el prójimo nuestra vida, el estar siempre junto a los amigos, incluso hasta el momento mismo de la muerte.

En la actualidad, la proximidad propia de la amistad en la Grecia clásica queda restringida a nuestra familia más cercana. ¿Quién pensaría hoy formar parte de un grupo de catorce amigos como el de los que acompañaron a Sócrates en la hora de su muerte? Hoy morimos aislados en los hospitales, lejos de nuestros amigos y hasta de nuestras familias. Se despacha rápido a los muertos, se acelera el velatorio de los fallecidos, se obstaculiza el duelo y la ceremonia del adiós a nuestros amigos muertos.

Pocos, frente a la muerte de un amigo, tienen el frío “coraje” existencialista de Simone de Beauvoir cuando despide a Sartre diciendo: “Su muerte nos separa. Mi muerte no nos unirá. Así es: ya fue hermoso que nuestras vidas hayan podido estar de acuerdo durante tanto tiempo”. En verdad, tras la muerte de un amigo, como a San Agustín, raro nos parece “que el resto de los mortales siguiera viviendo”.

Por eso, el duelo comienza terminadas las exequias, como nos recuerda Leon Wieseltier: “Es cuando los demás se van, cuando los espectadores se marchan y se han ido los que daban consuelo, cuando empiezan los silenciosos estragos de la pena. Y luego uno aprende, en su desolación, no los límites de la pena sino los límites del solaz. Si el consuelo es difícil, quizá es porque la consolación es imposible. Cuando una persona muere el mundo cambia, de una vez para siempre, para todos aquellos con quienes, de cerca o de lejos, vivía. El mundo es la gente con quien uno pasa por el mundo”.

Y enfatiza: “El exceso de duelo no es nuestro problema. Podemos contar de todos modos con el mundo para distraernos de ello. Pero quizá a lo máximo que podamos aspirar sean los respiros. No hay nada temporal en el luto: es una visión esencial de una característica esencial de la vida humana. Puesto que lo efímero es permanente, también lo es la pena. Podemos apartarla, podemos diversificarla con emociones más elevadas que nos garantizan ingredientes más ligeros, pero nunca está equivocada. La tristeza encaja con el sabio. Cualquiera que haya amado alguna vez puede hablar a favor del desconsuelo”.

Sin embargo, aunque Wieseltier lo descarte como simples “fantasías de resurrección”, para los cristianos, el consuelo, ante la muerte de nuestros amigos y ante la nuestra por venir, es la fe y la esperanza de que “aquél que ha resucitado a Cristo de entre los muertos dará también vida a nuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en nosotros” (Romanos 8:11).

¡Descanse en paz mi querido enllave!

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